21 de abril de 2017
Crédito: alai
Agencia Latinoamericana de Información
Marcelo Colussi
Agencia Latinoamericana de Información
Marcelo Colussi
Estados
Unidos es, por lejos, el país de todo el mundo que consume la mayor
cantidad de petróleo. Entre su enorme parque industrial, la
inconmensurable cantidad de vehículos particulares y medios masivos
de transporte que movilizan a su población y el monumental aparato
militar de que dispone (más su reserva estratégica, calculada en
700 millones de barriles), su consumo diario de oro negro ronda los
20 millones de barriles. Quien le sigue, la República Popular China,
llega apenas a la mitad de esa cifra: unos 10 millones de barriles
diarios.
Esa
cantidad monumental de hidrocarburos la produce el mismo país en su
subsuelo: aproximadamente el 60% de ese petróleo sale del mismo
Estados Unidos. De hecho, es uno de los más grandes productores
mundiales de ese producto. Pero tanto es su consumo, que el 40% de lo
que quema diariamente proviene de fuentes externas. Contrariamente a
lo que la percepción generada por los medios de comunicación puedan
hacer creer, de este total de petróleo importado, la mayor parte no
viene de Medio Oriente y el Golfo Pérsico (que aporta un 35% de las
importaciones) sino del Hemisferio Occidental (65%): Canadá, México,
Colombia, Brasil, Ecuador y Venezuela. De hecho, este último provee
alrededor de un 12% de lo que se consume en la potencia
norteamericana.
El
interés prioritario del gobierno de Estados Unidos por mantener bajo
control el Medio Oriente, África y Latinoamérica radica en las
reservas petrolíferas que allí se encuentran (más otras reservas
estratégicas, como gas, agua dulce, determinados minerales,
biodiversidad de las pluviselvas tropicales). Venezuela, para su
desgracia, posee las más grandes reservas petrolíferas del mundo,
al menos de las conocidas hasta ahora.
¿Por
qué para su desgracia? Por dos motivos: el primero (que no es el del
interés prioritario en el presente análisis, pero que no puede
soslayarse), porque durante todo el siglo XX la existencia de esta
riqueza llevó a impulsar un capitalismo rentista que impidió un
desarrollo armónico, equilibrado y sostenible en el tiempo. De
hecho, este recurso natural generó una aristocracia petrolera que
vivió parasitariamente por décadas, sin producir ninguna otra cosa
que burocracia, al lado de grandes mayorías paupérrimas, quitándole
al país la posibilidad de impulsar una industria propia, e incluso
un agro autosuficiente.
Esa
cultura rentista-urbana ayudó a despoblar las áreas rurales creando
ciudades como Caracas, verdaderos monstruos urbanísticos que dieron
cobijo a miles y miles de desplazados internos que venían en busca
del paraíso de esta supuesta bonanza económica que traía el
“dinero fácil”, pero que no sirvió más que para crear un
sociedad bastante disfuncional, plagada de Miss Universos y adoración
por Miami y el despilfarro, pero sin base de sustentación genuina
más allá de los petrodólares, junto a barriadas populares
paupérrimas añorando alguna migaja del famoso “derrame”. Esa
cultura rentista que se extendió por décadas, hedonista incluso,
dio como nefasto resultado no producir más alimentos sino
contentarse (¿enorgullecerse?) con importarlos. La seguridad
alimentaria es una condición mínima e indispensable para la
autonomía de un país; y Venezuela, tierra tropical sumamente
fértil, pese al flujo interminable de divisas provenientes del
petróleo, nunca la logró. Años de proceso bolivariano no han
conseguido terminar con la dependencia del oro negro (aproximadamente
la mitad de su ingreso sigue siendo la cuenta petrolera).
Pero
el segundo motivo por el que hablar de desgracia para la suerte de
los venezolanos es el estar asentados sobre una reserva fabulosa. Por
lo pronto, los petróleos bituminosos de la Franja del Orinoco
aseguran abastecimiento, al ritmo mundial actual de consumo, por lo
menos para 50 años más.
La
estrategia imperial de Washington sabe que necesita petróleo para el
mantenimiento de su “american
way of live”
(léase: consumo desenfrenado, que no cesa a pesar de la crisis que
se vive desde el 2008). Ese consumo necesita en forma creciente del
petróleo. El capitalismo, pese a saber de la catástrofe ecológica
que este modelo de desarrollo suscita, no puede parar en su
voracidad, dado que en su arquitectura interna necesita del oro negro
como savia vital. “Así
como los gobiernos de los Estados Unidos [y
otras potencias capitalistas] necesitan
las empresas petroleras para garantizar el combustible necesario para
su capacidad de guerra global, las compañías petroleras necesitan
de sus gobiernos y su poder militar para asegurar el control de
yacimientos de petróleo en todo el mundo y las rutas de transporte”
(James Paul, en el informe del Global Policy Forum).
La
cultura del petróleo, que no es sino decir “el capitalismo”, se
alimenta de este producto de manera imprescindible. Van
indisolublemente asociados. El Socialismo del Siglo XXI no pudo (no
quiso, no supo) cambiar esa tendencia.
La
desgracia para Venezuela es que las reservas de petróleo que no
están bajo suelo estadounidense, para Washington es como si
estuvieran. Dicho de otra forma: la prosperidad de la principal
potencia capitalista necesita esas reservas al costo que sea. Eso
explica la volatilidad suprema del Medio Oriente, con un Israel que
juega el papel de “sucursal hiper armada” de Estados Unidos (con
poder nuclear no declarado oficialmente), las continuas e
interminables guerras en África sub-sahariana, y la agresividad sin
par demostrada contra Caracas. ¿Por qué? Porque ahí está parte
del reaseguro de esa forma de vida (irracional e irresponsable) que
generó el capitalismo. Que la degradación ambiental generada por
los gases del efecto invernadero negativo producto de la quema de
petróleo nos estén ahogando, al capitalismo no le importa.
Business
are business.
Venezuela,
con su Revolución Bolivariana iniciada con Hugo Chávez, no es, en
sentido estricto, un país socialista donde terminó de una vez el
capitalismo. Así como no lo son –o son procesos complejos,
confusos a veces– otros modelos sociales populares y nacionalistas
que han tenido o están teniendo lugar en Latinoamérica en estos
últimos años, que le hacen alguna cosquilla al capitalismo o al
imperialismo: Brasil con el PT, Argentina con Kirchner o Fernández,
Bolivia con Evo Morales, Ecuador con Correa. En la Franja del
Orinoco, en Venezuela y en el medio de la Revolución Bolivariana,
siguen operando compañías multinacionales privadas, que repatrían
ganancias a sus casas matrices, como las estadounidenses
Chevron/Texaco o la Exxon/Mobil, la británica British Petroleum, la
anglo-holandesa Royal Dutch Shell, la francesa Total, la argentina
Pérez Companc, la española Repsol. De hecho, el gobierno
bolivariano fijó en un 50% de lo facturado las regalías que esas
empresas deben pagar al Estado venezolano.
Entonces,
si las multinacionales petroleras no han cerrado su negocio en
Venezuela, y aún con esa alta carga impositiva continúan operando
muy felices, ¿por qué esta agresividad tan grande de Washington
hacia la Revolución Bolivariana?
El
analista político colombiano-venezolano Ramón Martínez lo dice
claramente: “Hay
una intención de la derecha internacional de detener cualquier
proceso de democratización popular, de avance hacia planteos
sociales que le den protagonismo a los trabajadores, por lo que se
hace cualquier cosa para detener esos cambios, tal como vemos que se
está realizando en Venezuela (…).
La idea es sacar de en medio cualquier proceso que se plantee
soberanía nacional. Sabemos que ninguno de estos son gobiernos
socialistas en sentido estricto; no son marxistas en sentido clásico,
pero sí impulsan mejoras para las grandes mayorías populares. No
son gobiernos que llegaron a través de una revolución socialista,
pero sí están en contra de las políticas imperiales. Esto le duele
a la derecha, y aquí en Venezuela, aunque las grandes empresas
mantienen sus negocios, han salido de la dirección política del
país. Eso es algo que no perdonan, y por eso mismo el imperio
también reacciona”.
Si
algo le preocupa a esa geoestrategia de la clase dirigente
estadounidense es que no tiene totalmente asegurado el manejo de esa
gran reserva de Venezuela (como pareciera que lo sí lo tiene en el
Golfo Pérsico). No contar con un gobierno dócil, que se arrodilla
mansamente ante su dictado, es una bomba de tiempo. De ahí la
obsesión por detener la Revolución Bolivariana a toda costa,
primero con Chávez en la presidencia, ahora con Nicolás Maduro.
La
estrategia de Washington no repara en nada para lograr su objetivo.
En Venezuela, salvo la opción militar, ya ha probado de todo:
intento de golpe de Estado, sabotaje petrolero, violencia callejera,
desabastecimiento y mercado negro, caos social, desinformación
mediática. Desde hace un tiempo se está intentando crear una
“crisis humanitaria” generalizada. En realidad, el país no vive
la situación caótica que la prensa comercial presenta, pero es
sabido –siguiendo al ministro de Propaganda nazi Joseph Goebbels–
que “una
mentira repetida mil veces termina transformándose en una verdad”,
por lo que la matriz de opinión lanzada al público hace de
Venezuela un “desastre inhabitable”.
“Venezuela
atraviesa un período de inestabilidad significativa el año en curso
debido a la escasez generalizada de medicamentos y comida, una
constante incertidumbre política y el empeoramiento de la situación
económica”,
declaró recientemente el Jefe del Comando Sur, Almirante Kurt W.
Tidd, en su informe al Comité de Servicios Militares del Senado
estadounidense. De ahí que, según la estrategia en marcha, “la
creciente crisis humanitaria en Venezuela podría obligar a
una respuesta regional”,
agregó el funcionario. ¿Habrá que entender eso como “posibilidad
de una intervención militar multinacional encabezada por la OEA”?
No sería impensable, sabiendo el papel (triste y lamentable) jugado
por ese organismo regional, “Ministerio
de Colonias de Washington”,
como lo llamara el Che Guevara.
Es
más que claro que hay un plan trazado en las altas esferas
decisorias de Estados Unidos para intervenir en Venezuela, según
puede desprenderse de ese largo historial de sabotajes y agresiones,
y también según lo que puede leerse en un documento que circula en
la red: “Plan para intervenir a Venezuela del Comando Sur de
Estados Unidos: Operación
Venezuela Freedom-2”, firmado por su titular, el Almirante Kurt
W. Tidd, fechado en febrero de 2016. Perder esas estratégicas
reservas petroleras no entra en su lógica de dominación.
El
supuesto “caos” y la insoportable y vergonzosa “crisis
humanitaria” que viviría el país caribeño, en realidad no son
tales. Son producto de esa interesada y artera manipulación
mediática que prepara condiciones para acciones políticas (¿o
militares?). En ese sentido, y con la más absoluta energía, debe
denunciarse el plan en juego y pedirse (exigirse) el total respeto a
la soberanía de la República Bolivariana de Venezuela.
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