23 de febrero de 2017
Crédito: alai
Agencia Latinoamericana de Información
Francisco Tomás González Cabañas
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Francisco Tomás González Cabañas
“El
padre de familia es el gran criminal del siglo” y lo democrático
su juez encubridor. Por tanto la característica del feminicido es
precisamente el homicidio perpetrado contra el género femenino y su
condición impune ante la acción realizada por el criminal. La frase
entrecomillada pertenece a Hanna Arendt y lógicamente la autora lo
referenciaba al siglo que le toco vivir, al recientemente
transcurrido. El agregado es nuestro y bien podría señalar el
correlato, o más que nada la explicación de que nos sucede en
nuestro período, que en parte, arrastra la irresolución de la
criminalidad señalada por Arendt y que tiempo más tarde es la
diferencia entre femicidios y feminicidios (El “femicidio”, en
castellano un término homólogo a “homicidio”, sólo se
referiría al asesinato de mujeres, mientras que “feminicidio”,
incluiría la variable de impunidad que suele estar detrás de estos
crímenes, es decir, la inacción o desprotección estatal frente a
la violencia hecha contra la mujer. Elisenda Panadés).
Dejamos
en claro que consideramos también a la democracia como una fémina,
como una madre naturaleza, que nos ha parido como ciudadanos
occidentales provistos de obligaciones, como atribulados de derechos
humanos. Sin embargo, la figura patriarcal aparece, no sólo como
cómplice pasivo, sino como protagonista esencial de este crimen de
lesa humanidad. Desde una perspectiva de género, se podría
acrecentar la argumentación señalando que este tipo de criminal,
promueve y alienta también, una noción comunitaria, totalmente
desigual, como sectaria y por ende antidemocrática, de
segregacionismo a la mujer, condenándola a un rol pasivo o
secundario, imponiéndoles incluso, a las heroínas que no aceptan
esto, de algún modo, una penalidad física (figura de feminicidio)
que en algunos casos, luego de cometido busca ser solapado o
naturalizado en una suerte de disputa contracultural o de
contrapoder. Quienes consideran que la lucha por tener un mundo
mejor, puede ser trabajado, desde esta posición de resignificar
tanto la semántica de la codificación (de la patria a la matria, de
la fraternidad a la sororidad) como la resignificación conceptual de
toda la arqueología misma del sistema (dando por sentado que este
responde a patrones mera o expresamente machistas) tienen además de
una menuda labor, todo un horizonte cierto de proceder bastante claro
respecto al futuro.
No
es nuestro caso. Sobre todo, porque tal como lo expresamos en el
inicio del artículo, consideramos que aún quedan cuestiones
pendientes, tanto del criminal como de su pecador.
El
juicio colectivo, apenas que pudo haber comenzado con “Eichmann en
Jerusalén” (título de una de las obras más difundidas de
Arendt), pero decididamente no terminó, sigue su curso, o debería
seguirlo y esto es precisamente nuestro cometido. Señalar no sólo
que la justicia tardía no es justicia, sino que para tal demora,
gravosa y agravante para la condición humana, se necesita la figura
de un juez (por ponerlo en términos metafóricos) encubridor.
Sin
duda y no necesariamente uno debe pertenecer a un género, o hablar
desde el sexismo que muchas veces se propone, la democracia actuó
encubriendo a la figura del criminal, que esconde su proceder
delictivo en las formas bien parecidas o socialmente aceptadas del
padre de familia.
La
democracia, procede de la misma manera. Esconde sus formas, maneras y
metodologías totalitarias, en la perversidad engañosa de una
aprobación, condicionada, por supuestas mayorías libres, que
periódicamente, legitiman a un grupúsculo de privilegiados, que a
gusto y piacere, a diestra y siniestra, demuestran la condición
líquida, difuminada de las leyes, que casualmente (en este ardid
centra su energía nodal lo democrático, en que las reglas de juego
parezcan de dominio público, cuando en verdad lo central se escribe
en tamaño micro para los pocos que cuentan con lupas para
detectarlo) siempre los benefician, perjudicando, por lógica a las
mayorías que votan a sus victimarios.
La
tipología del delito que comete para con su sociedad, podría
entenderse como continuado (delitos que se ejecutan por medio de
varias acciones, cada una de las cuales importa una forma análoga de
violar la ley) emparentado incluso, o aprovechándose de la
continuidad jurídica del estado, al que no deja de vejar, tal vez
corresponda a otras tipificaciones existentes o a crearse (en algún
otro desarrollo teórico hemos propuesto la figura penal del
“democraticidio”) de todas maneras, no es nuestro campo el de la
penalidad, sino el del señalamiento, claro, prístino y contundente,
acerca un diagnóstico cultural del que no podemos prescindir en caso
de que queramos, desde el lugar que fuese, modificar algo, con el fin
altruista o no que fuere.
Retomando
las consideraciones de Arendt, una de las conceptualizaciones
más deslumbrantes a la que arriba es la consideración de la
“banalidad del mal”. Una suerte de justificación o de
prescindencia de libertad, en la que muchos jerarcas nazis se
escondieron, se agazaparon, para no reconocerse en la monstruosidad e
inhumanidad de sus propios actos. Para evitar esta lógica de
escalas, de gradaciones, estimamos, es que la autora llega a la
genial conclusión de que el gran criminal, es además y no en
verdad, el padre de familia, el modelo cultural entronizado. El
encuentro de este límite de responsabilidad es el que permite
señalar que más arriba no se puede apuntar, y que en definitiva,
todos por acción u omisión fuimos y seguimos siendo responsables.
La
complicidad democrática, para nuestra consideración, se evidencia
en que cobija al criminal en todas y cada una de sus acciones,
sin que medie límite alguno en la consecución de las violaciones a
la ley, que en este caso, serían a la propia condición humana (otro
título de otra obra reconocida de Arendt).
Así
como para Lévi-Strauss la prohibición del incesto es el único
fenómeno que tiene una dimensión cultural como natural,
nosotros creemos que nuestra humanidad al menos debería entender
como límite de su auto-vulneración lo que expresa Pedro Casaldáliga
(candidato a Premio Nobel de la Paz, obispo emérito de São Felix,
místico, poeta, uno de los líderes de la teología de la liberación
y una figura internacional en la defensa de los Derechos Humanos)
“Todo es relativo, menos Dios y el hambre”. Prescindamos del rol
de sacerdote de Pedro, hasta su máximo pastor, el Papa Francisco, lo
señala como la cuestión principal a resolver, la del hambre, la
pobreza o la marginalidad.
Una
democracia que se precie de tal, sea tal o no esconda, complicemente,
al asesino del siglo anterior, a decir de Arendt, trabajaría en post
de combatir la pobreza. La no realización de esto mismo, y hasta su
perversa aquiescencia (la de declamar que se trabaja para
erradicarla) no hace más que confirmar el gravoso encubrimiento que
perpetra lo democrático, ante su figura cultural-simbólica,
denunciada siglos atrás como el gran criminal de la condición
humana.
Todos
aquellos que se expresen, formulando sus deseos personalísimos, como
si fuesen razones de peso o una argumentación sobrada, para arribar
a un lugar determinado del poder (acudiendo al golpe cínico que
propicia la falacia de direccionar el mensaje a la emotividad del
receptor, esgrimiendo su sacrificio, su capacidad o preparación para
llegar a una meta personal) trasladando o transfiriendo el éxito que
pudo haber tenido en una actividad previa (usando al destino, al azar
y hasta los designios providenciales, y en vez de ser agradecido y
responsable, entendiendo de tal forma que en el mundo todos podrían
tener posibilidades en tanto y en cuanto quienes ya han accedido a
determinadas conquistas, no se enquisten ni pretendan perpetrar en
las mismas) abusando de tal prerrogativa, para a sabiendas e
intencionadamente, engañar a los demás plantándose ante la
comunidad como si fuese un salvador, un elegido o ser superior, se
constituye, sin duda alguna en un ser temerario para el sistema
político-institucional. Estos golpeadores, abusadores, feminicidas
de lo democrático, son a los que el propio sistema que les da de
comer, o los pone en un sitial de privilegio, los tendría que
acomodar para que no maten a la democracia. Alguna vez tiene que
dejar de violar y ultrajar a un sistema que tiene como finalidad el
bien común, la discusión de proyectos, de ideas, de programas, de
ideas, de formas de pensar y de hacer, y no, en su develación
diabólica, de ir exactamente por lo contrario, horadando lo
colectivo, para que todo un sistema de organización se reduzca a la
simple, vana y totalitaria discusión de nombres y apellidos por
lugares en el poder.
Son
muchos los candidatos “huérfanos de espíritu”. Estos
feminicidas de lo que hablábamos. No se trata aquí de una cuestión
ontológica, religiosa, trascendental o siquiera jurídica (si bien
hemos propuesto que se tipifique el delito de democraticidio),
referimos a lo espiritual, como representación más fidedigna de lo
que somos. Pues sí en una elección, lo que está en juego es el
fenómeno sociológico de la representación, debemos ahondar en
aquello acerca de lo que es o lo que son los candidatos y que por tal
cuestión plantean representar o pretenden hacerlo para las o hacia
las mayorías.
“Sólo
en el firme fundamento de la inexorable desesperación puede en
adelante construirse con seguridad la morada del alma”. (Russell,
B.)
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