09 de noviembre de 2016
Crédito: Resumen Latinoamericano
Atilio A. Boron
Atilio A. Boron
Donald Trump, Presidente Electo de los EE.UU. |
En
el último año hablar del “fin del ciclo progresista” se había
convertido en una moda en América Latina. Uno de los supuestos de
tan temeraria como infundada tesis, cuyos contenidos hemos discutido
en otra parte, era la continuidad de las políticas de libre cambio y
de globalización comercial impulsadas por Washington desde los
tiempos de Bill Clinton y que sus cultores pensaban serían
continuadas por su esposa Hillary para otorgar sustento a las
tentativas de recomposición neoliberal en curso en Argentina y
Brasil.[1] Pero
enfrentados al tsunami Donald Trump se miran desconcertados y muy
pocos, tanto aquí como en Estados Unidos, logran comprender lo
sucedido. Cayeron en las trampas de las encuestas que fracasaron en
Inglaterra con el Brexit, en Colombia con el No, en España con
Podemos y ahora en Estados Unidos al pronosticar unánimemente el
triunfo de la candidata del partido Demócrata. También fueron
víctimas del microclima que suele acompañar a ciertos políticos, y
confundieron las opiniones prevalecientes entre los asesores y
consejeros de campaña con el sentimiento y la opinión pública del
conjunto de la población estadounidense, esa sin educación
universitaria, con altas tasas de desempleo, económicamente
arruinada y frustrada por el lento pero inexorable desvanecimiento
del sueño americano, convertido en una interminable pesadilla. Por
eso hablan de la “sorpresa” de ayer a la madrugada, pero como
observara con astucia Omar Torrijos, en política no hay sorpresas
sino sorprendidos. Veamos algunas de las razones por las que Trump se
impuso en las elecciones.
Primero,
porque Hillary Clinton hizo su campaña proclamando el orgullo que
henchía su espíritu por haber colaborado con la Administración
Barack Obama, sin detenerse un minuto a pensar que la gestión de su
mentor fue un verdadero fiasco. Sus promesas del “Sí, nosotros
podemos” fueron inclementemente sepultadas por las intrigas y
presiones de lo que los más agudos observadores de la vida política
estadounidense -esos que nunca llegan a los grandes medios de aquel
país- denominan “el gobierno invisible” o el “estado
profundo”. Las módicas tentativas reformistas de Obama en el plano
doméstico naufragaron sistemáticamente, y no siempre por culpa de
la mayoría republicana en el Congreso. Su intención de cerrar la
cárcel de Guantánamo se diluyó sin dejar mayores rastros y Obama,
galardonado con un inmerecido Premio Nobel, careció de las agallas
necesarias para defender su proyecto y se entregó sin luchar ante
los halcones. Otro tanto ocurrió con el “Obamacare”, la
malograda reforma del absurdo, por lo carísimo e ineficiente,
sistema de salud de Estados Unidos, fuente de encendidas críticas
sobre todo entre los votantes de la tercera edad pero no sólo entre
ellos. No mejor suerte corrió la reforma financiera, luego del
estallido de la crisis del 2008 que sumió a a la economía mundial
en una onda recesiva que no da señales de menguar y que, pese a la
hojarasca producida por la Casa Blanca y distintas comisiones del
Congreso, mantuvo incólume la impunidad del capital financiero para
hacer y deshacer a su antojo, con las consabidas consecuencias.
Mientras, los ingresos de la mayoría de la población económicamente
activa registraban -no en términos nominales sino reales- un
estancamiento casi medio siglo, las ganancias del uno por ciento más
rico de la sociedad norteamericana crecieron astronómicamente.[2] Tan
es así que un autor como Zbigniew Brzezinski, tan poco afecto al
empleo de las categorías del análisis marxista, venía hace un
tiempo expresando su preocupación porque los fracasos de la política
económica de Obama encendiese la hoguera de la lucha de clases en
Estados Unidos. En realidad esta venía desplegándose con creciente
fuerza desde comienzos de los noventas sin que él, y la gran mayoría
de los “expertos”, se dieran cuenta de lo que estaba ocurriendo
bajo sus narices. Sólo que la lucha de clases en el corazón del
sistema imperialista no puede tener las mismas formas que ese
enfrentamiento asume en la periferia. Es menos visible y ruidoso,
pero no por ello inexistente. De ahí la tardía preocupación del
aristócrata polaco-americano. En materia de reforma migratoria Obama
tiene el dudoso honor de haber sido el presidente que más migrantes
indocumentados deportó, incluyendo un exorbitante número de niños
que querían reunirse con sus familias. En resumen, Clinton se
ufanaba de ser la heredera del legado de Obama, y aquél había sido
un desastre.
Pero,
segundo, la herencia de Obama no pudo ser peor en materia de política
internacional. Se pasó ocho años guerreando en los cinco
continentes, y sin cosechar ninguna victoria. Al contrario, la
posición relativa de Estados Unidos en el tablero geopolítico
mundial se debilitó significativamente a lo largo de estos años.
Por eso fue un acierto propagandístico de Trump cuando utilizó para
su campaña el slogan de “¡Hagamos que Estados Unidos sea grande
otra vez!” Obama y la Clinton propiciaron golpes de estado en
América Latina (en Honduras, Ecuador, Paraguay) y envió al Brasil a
Liliana Ayalde, la embajadora que había urdido la conspiración que
derribó a Fernando Lugo para hacer lo mismo contra Dilma. Atacó a
Venezuela con una estúpida orden presidencial declarando que el
gobierno bolivariano constituía una “amenaza inusual y
extraordinaria a la seguridad nacional y la política exterior de
Estados Unidos.” Reanudó las relaciones diplomáticas con Cuba
pero hizo poco y nada para acabar con el bloqueo. Orquestó el golpe
contra Gadaffi inventando unos “combatientes por la libertad” que
resultaron ser mercenarios del imperio. Y Hillary merece la
humillación de haber sido derrotada por Trump aunque nomás sea por
su repugnante risotada cuando le susurraron al oído, mientras estaba
en una audiencia, que Gadaffi había sido capturado y linchado. Toda
su degradación moral quedó reflejada para la historia en esa
carcajada. Luego de eso, Obama y su Secretaria de Estado repitieron
la operación contra Basher al Assad y destruyeron Siria al paso que,
como confesó la Clinton, “nos equivocamos al elegir a los amigos”
–a quienes dieron cobertura diplomática y mediática, armas y
grandes cantidades de dinero- y del huevo de la serpiente nació,
finalmente, el tenebroso y criminal Estado Islámico. Obama declaró
una guerra económica no sólo contra Venezuela sino también contra
Rusia e Irán, aprovechándose del derrumbe del precio del petróleo
originado en el robo de ese hidrocarburo por los jijadistas que
ocupaban Siria e Irak. Envió a Victoria Nuland, Secretaria de Estado
Adjunta para Asuntos Euroasiáticos , a ofrecer apoyo logístico y
militar a las bandas neonazis que querían acabar con el gobierno
legítimo de Ucrania, y lo consiguieron al precio de colocar al
mundo, como lo recuerda Francisco, al borde de una Tercera Guerra
Mundial. Y para contener a China desplazó gran parte de su flota de
mar al Asia Pacífico, obligó al gobierno de Japón a cambiar su
constitución para permitir que sus tropas salieran del territorio
nipón (con la evidente intención de amenazar a China) e instaló
dos bases militares en Australia para, desde el Sur, cerrar el
círculo sobre China. En resumen, una cadena interminable de
tropelías y fracasos internacionales que provocaron indecibles
sufrimientos a millones de personas.
Dicho
lo anterior, no podía sorprender a nadie que Trump derrotara a la
candidata de la continuidad oficial. Con la llegada de este a la Casa
Blanca la globalización neoliberal y el libre comercio pierden su
promotor mundial. El magnate neoyorquino se manifestó en contra del
TTP, habló de poner fin al NAFTA (el acuerdo comercial entre Estados
Unidos, México y Canadá) y se declaró a favor de una política
proteccionista que recupere para su país los empleos perdidos a
manos de sus competidores asiáticos. Por otra parte, y en
contraposición a la suicida beligerancia de Obama contra Rusia,
propone hacer un acuerdo con este país para estabilizar la situación
en Siria y el Medio Oriente porque es evidente que tanto Estados
Unidos como la Unión Europea han sido incapaces de hacerlo. Hay, por
lo tanto, un muy significativo cambio en el clima de opinión que
campea en las alturas del imperio. Los gobiernos de Argentina y
Brasil, que se ilusionaban pensando que el futuro de estos países
pasaría por “insertarse en el mundo” vía libre comercio (TTP,
Alianza del Pacífico, Acuerdo Unión Europea-Mercosur) más les vale
vayan aggiornando su
discurso y comenzar a leer a Alexander Hamilton, primer Secretario
del Tesoro de Estados Unidos, y padre fundador del proteccionismo
económico. Sí, se acabó un ciclo: el del neoliberalismo, cuya
malignidad convirtió a la Unión Europea en una potencia de segundo
orden e hizo que Estados Unidos se internara por el sendero de una
lenta pero irreversible decadencia imperial. Paradojalmente, la
elección de un xenófobo y misógino millonario norteamericano
podría abrir, para América Latina, insospechadas oportunidades para
romper la camisa de fuerza del neoliberalismo y ensayar otras
políticas económicas una vez que las que hasta ahora prohijara
Washington cayeron en desgracia. Como diría Eric Hobsbawm, se vienen
“tiempos interesantes” porque, para salvar al imperio, Trump
abandonará el credo económico-político que tanto daño hizo al
mundo desde finales de los años setentas del siglo pasado. Habrá
que saber aprovechar esta inédita oportunidad.
[1] Ver
Atilio A. Boron y Paula Klachko, “Sobre el “post-progresismo”
en América Latina: aportes para un debate”, 24 Septiembre 2016,
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