13 de octubre de 2016
Crédito: Rebelion
Simón Itunberri
Simón Itunberri
Un
contrapunto imprescindible a la propaganda imperialista
En
este libro el veterano director de cine Oliver Stone y el historiador
Peter Kuznick profundizan en los hechos expuestos en la serie
documental del primero que en España se tituló ‘La historia no
contada de Estados Unidos’.
Hasta
la Segunda Guerra Mundial
El
libro arranca a finales del siglo XIX, relatando la b rutal conquista
de Filipinas (con prácticas como el waterboarding, las
violaciones…), y la intervención de Estados Unidos en casi
todaIberoamérica (Cuba, Panamá, Nicaragua….) mediante el
ejército o empresas como la United Fruit Company. A veces son los
propios protagonistas de la infamia quienes mejor explican su papel:
el general del Cuerpo de Marines Smedley Butler declaró: “He sido
un gángster del capitalismo”. Un capitalismo cuyos agentes
suplantan la soberanía del pueblo moviendo los hilos de la política
en beneficio propio. Por ejemplo, la banca Morgan estuvo presente en
las negociaciones del Tratado de Versalles.
A
lo largo de la obra podemos conocer las numerosas explosiones de
paranoia colectiva, inducida por el poder, que han caracterizado a la
sociedad estadounidense. Durante la Primera Guerra Mundial se desató
una gran campaña de propaganda germanófoba y militarista basada en
falsificaciones de todo tipo, acompañada de linchamientos a personas
de origen alemán y censura académica y expulsión de profesores
antibelicistas. Mientras tanto, el país fabricaba submarinos para
Alemania.
Estados
Unidos también apoyó a Mussolini y vendió armas a la Alemania
nazi (con la que se establecieron cárteles empresariales
armamentistas). Hitler se inspiró en parte en antijudíos como el
empresario estadounidense Henry Ford, y en Mein Kampf elogió
el liderazgo de esta nación en la aplicación de programas
eugenésicos. «Entre los capitalistas norteamericanos con mayores
lazos con los nazis se encontraba Prescott Bush, padre del primer
presidente Bush y abuelo del segundo» (pág. 152).
Al
igual que en la serie de televisión, Stone reivindica a algunas
figuras alternativas, en especial a Henry Wallace, vicepresidente de
Franklin D. Roosevelt, que defendía un programa antiimperialista y
de búsqueda de alianzas internacionales (incluyendo a la Unión
Soviética), y que fue boicoteado mediante sucias operaciones de su
partido que consiguieron colocar a Truman como vicepresidente (y en
consecuencia como sucesor de Roosevelt a la muerte de este). ¿Se
habría evitado la Guerra Fría con un Wallace en la Casa Blanca?
Roosevelt sale
relativamente bien parado en el libro, pero se le reprocha que no
apoyara a la República española frente a los golpistas, que no
favoreciera la acogida de judíos que huían de la Europa nazi y que
internara a toda la población de origen japonés en campos de
concentración durante la guerra. No es poco.
La
obra explica cómo al final de la Segunda Guerra Mundial Japón
estaba dispuesto a rendirse, pero no incondicionalmente como le
exigía Truman, porque querían preservar la figura sagrada del
emperador. La bomba de Hiroshima (6 de agosto de 1945) no les hizo
desistir; tampoco la de Nagasaki (9 de agosto), pero la noticia de
esta eclipsó otro hecho decisivo: ese mismo día Stalin adelantó el
cumplimiento de su promesa de declarar la guerra a Japón, y la
invasión soviética de Manchuria forzó a la rendición.
Además
de las bombas atómicas, la campaña de bombardeos contra Japón fue
tan indiscriminada, que Robert McNamara, entonces analista del
ejército (y en los años sesenta secretario de Defensa), dijo
que los crímenes cometidos fueron de tal gravedad que si
Estados Unidos perdiera la contienda, serían condenados por crímenes
de guerra. Pero ganaron, y desde entonces la historia la cuentan
los vencedores, y la justicia sólo se ha aplicado a los perdedores.
Por ejemplo, durante la Guerra de Corea (1950-1953) Eisenhower mandó
bombardear presas en Corea del Norte, provocando grandes
inundaciones, un tipo de actuación que según los criterios
aplicados en los juicios de Núremberg era un crimen de guerra. ¿Pero
quién juzga a un imperio, que jamás se ha sometido a la legalidad
internacional?
La
Guerra Fría
Stone
y Kuznick exponen las depuraciones anticomunistas de
funcionarios bajo Truman (1947-1951) y J. Edgar Hoover; este fue
director del FBI entre 1935 y 1972, y como tal desarrolló todo tipo
de operaciones ilegales y sucias (muy pocas de las cuales se recogen
en el libro).
El
libro no menciona la Red
Gladio, pero sí detalla las operaciones encubiertas y
subversivas llevadas a cabo desde el comienzo de la Guerra Fría,
usando incluso fondos del Plan Marshall: el apoyo al pro nazi Stepan
Bandera en Ucrania, a la Democracia Cristiana en Italia, a la
Organización Gehlen (de línea nazi) en Alemania…
La
conducta de diferentes gobiernos del país en relación con las armas
nucleares explica muchos aspectos de la Guerra Fría. Eisenhower
y Nixon consideraban irresponsablemente que las armas nucleares eran
como las convencionales. Se diseñaron planes que
contemplaban matar a millones de civiles en un primer ataque nuclear,
implantar bases militares en la Luna o incluso hacer explotar una
bomba atómica en nuestro satélite para que se viera desde la Tierra
y sirviera de disuasión. Se planteó usar bombas atómicas en
Vietnam. Se realizaron pruebas atómicas en el Pacífico, altamente
contaminantes. El propio gobierno del Reino Unido llegó a
comparar a la maquinaria militar de Estados Unidos con Hitler. Y el
programa atómico estaba diseñado de tal modo que había muchos
dedos que podían llegar a apretar el botón nuclear, desencadenando
una guerra como en la película Teléfono rojo: volamos hacia
Moscú.
En
la presidencia de Kennedy se analiza especialmente la
crisis de los misiles, pero apenas se hace referencia a su asesinato
(al que Stone dedicó la que es quizá su mejor película, JFK).
Su sucesorJohnson y la CIA apoyaron las masacres realizadas por
el golpista Suharto en Indonesia al servicio de multinacionales
estadounidenses.
El
libro detalla la demencial política de Nixon y su
consejero de seguridad Kissinger en Vietnam. De hecho el
propio presidente expuso su “teoría del loco”: "Quiero que
los norvietnamitas crean que he alcanzado el punto en el que podría
hacer lo que fuera para parar la guerra". Kissinger mismo
hablaba en privado de Nixon como “ese loco”, y Nixon de su asesor
como “psicópata”. Ambosbombardearon salvajemente no sólo
Vietnam, sino también Camboya, donde se fortaleció el brutal
movimiento de los Jemeres Rojos, con quienes Kissinger promovió
relaciones amistosas por su acercamiento a China. El anciano
psicópata Kissinger jamás ha pagado por sus crímenes, y el loco
Nixon fue destituido (y perdonado por su sucesor) debido al
Watergate, un asunto infinitamente menos grave que los millones de
muertos que provocó en Asia. Las consecuencias para los jóvenes
estadounidenses que sirvieron de carne de cañón y criminal brazo
ejecutor en Vietnam también fueron terribles: se suicidaron más
soldados que los 58.000 muertos en combate en esa guerra.
Sin
ocultar los crímenes del régimen soviético, los autores exponen
cómo Estados Unidos magnificó la amenaza soviética para
avivar su proyecto imperial. Por ejemplo, el conocido como “Equipo
B” de la CIA, dirigida por el que después sería presidente George
H. W. Bush, redactó en 1977 un informe falso y fantasioso sobre el
poder armado soviético, sobredimensionándolo para así poner en
marcha un programa de armas láser (la futura SDI o “guerra de las
galaxias”).
Carter aparece
retratado como el mejor ex presidente por sus iniciativas de
mediación y por la paz tras abandonar el cargo, pero como un inepto
presidente que dejó la política internacional en manos de poderes
fácticos de la talla de Brzezinski, la Comisión Trilateral, el Club
de Bilderberg, el Council on Foreign Relations y David Rockefeller.
En esa época se sembraron las semillas de muchos de los males
del mundo actual. El asesor Brzezinski reconoció que Estados Unidos
ya apoyaba a los muyahidines antes de la invasión soviética de
Afganistán.
El
fin de la Guerra Fría
Ronald
Reagan , tan apreciado por sus compatriotas, era un ignorante
que confundía sistemáticamente la realidad con la ficción y no
tenía reparos en exponer públicamente datos e historias que se
inventaba. Durante unas pruebas de sonido se le ocurrió hacer el
comentario: “El bombardeo de Rusia comienza en cinco minutos”,
provocando una peligrosa alarma diplomática. Apoyó las masacres de
Ríos Montt y sus sucesores en Guatemala; comparó a la brutal Contra
nicaragüense con los Padres Fundadores de Estados Unidos; invadió
la isla de Granada, tomando como excusa la protección de unos
estudiantes estadounidenses, que no sólo no corrían peligro sino
que muy mayoritariamente preferían permanecer en el país; recortó
las ayudas sociales, aumentó las rentas de los ricos, disparó el
gasto militar e incrementó el número de armas nucleares. Además
promovió el yihadismo en Afganistán y vendió armas tanto a Irán
como a Irak, enfrentados en una guerra promovida por el imperio. En
concreto vendió armas químicas a Sadam Huseín, quien las usaría
para gasear a los kurdos (hecho silenciado hasta que años después
interesó demonizar a Sadam para así invadir Irak). Reagan no llegó
a firmar un plan de desarme con Gorbachov porque se aferró a su
absurdo plan de Iniciativa de Defensa Estratégica (“guerra de las
galaxias”), que Moscú no podía aceptar.
La
presidencia de Bush padre se distinguió especialmente por
la invasión de Irak, basada en manipulaciones y mentiras sin fin. Y
la de Clinton por su aumento del gasto militar, y por
continuar el programa de un escudo militar que técnicamente no podía
ser eficaz para defender, pero sí como arma ofensiva (como reconoció
en 2006 la revista Foreign Affairs, vinculada al Council on
Foreign Relations). Además se negó a firmar el Tratado contra la
Minas Terrestres y vendió muchas armas en todo el mundo. Cuando a su
secretaria de Estado Madeleine Albright le preguntaron si para ganar
la guerra merecería la pena la muerte de medio millón de niños
iraquíes, ella respondió que sí.
El
régimen de Bush y Obama
Los
autores no se cuestionan la insostenible
versión oficial del 11-S, pero sí exponen cómo se
recibieron muchas advertencias sobre los ataques de aquel día, que
fueron ignoradas por el gobierno de Bush, y detallan todas las
manipulaciones que condujeron a las guerras de Afganistán e Irak. La
administración Bush planeó atentados de bandera falsa y
promovió un militarismo al que se plegaron los medios de
comunicación: militares vinculados a la industria de armas
participaron con artículos en los medios principales. La “guerra
sin fin contra el terrorismo” de Bush no sólo conllevó cientos de
miles de muertos, sino que reforzó a Al Qaeda, trajo el caos en
Irak y en toda la región y sirvió de ocasión para que,
mediante la privatización de empresas nacionales iraquíes y el
despliegue de mercenarios, multinacionales de Estados Unidos se estén
lucrando allí.
El
país norteamericano es el principal promotor de la proliferación
nuclear. Como pago a su apoyo en Afganistán, Estados Unidos ha
consentido su desarrollo de un programa nuclear orientado a construir
la bomba atómica.
El
libro explica cómo Obama ha perpetuado las políticas de Bush y
sus predecesores. Su campaña electoral estuvo financiada por Goldman
Sachs, General Electric, J. P. Morgan Chase, Big Pharma… Como
senador había votado a favor de la Foreign Intelligence Surveillance
Act, que concedía inmunidad legal a las empresas cómplices de
escuchas de Bush. Aunque comenzó su mandato rescindiendo algunas
medidas secretistas de Bush, posteriormente impidió la investigación
de las torturas y otros crímenes cometidos bajo el anterior
presidente. En su presidencia ha habidomenos transparencia que en la
de su predecesor, y las presiones de su gobierno a periodistas
de investigación han sido mayores que las que hiciera Bush. Ha
realizado detenciones extraordinarias, ha negado el habeas corpus a
presos afganos, ha sancionado las comisiones militares, y ha
asesinado “selectivamente” a muchas personas, incluidos
ciudadanos estadounidenses.
Obama
puso al frente de Defensa a Robert Gates, político heredado de la
era Bush, y como secretaria de Estado a otro halcón, Hillary
Clinton. Designó como asesor a Robert Rubin, y a Geithner en la
Reserva Federal, banksters que habían revocado en 1999 la
Ley Glass-Steagall, que diferenciaba la banca de inversión de la
banca comercial (sentaban así las bases de la crisis de 2008). Ni
siquiera limitó los salarios de ejecutivos, que han aumentado. Con
él los ricos se han hecho más ricos (les ha bajado los impuestos),
y los pobres más pobres (ha recortado ayudas sociales). Su reforma
sanitaria se plegó a las compañías médicas, y renunció a
implantar una seguridad social, sometido a la presión de miles
de lobbistas de la farmaindustria. Tampoco aprobó las
medidas de protección del medio ambiente que había prometido.
Merece
la pena destacar la siguiente cita, recogida en el libro, de un
artículo que Jack Goldsmith, funcionario del Departamento de
Justicia bajo Bush, publicó en New
Republic el 18 de mayo de 2009 :
«La
nueva administración ha copiado una parte, la mayor, del programa de
Bush, ha ampliado otra parte y solo en la mínima parte restante lo
ha reducido. Casi todos los cambios de Obama son superficiales, del
discurso, simbólicos, retóricos […]. La estrategia de Obama
puede por tanto calificarse de intento de conseguir que el punto de
vista de Bush sobre el terrorismo sea más digerible política y
legalmente, y, por consiguiente, sea también más duradero» (pág.
809).
Bajo
Obama se detuvo al soldado Bradley (ahora Chelsea) Manning por
filtrar documentos de las guerras del Imperio, y se le mantuvo estuvo
aislado durante nueve meses, en unas condiciones que se pueden
clasificar como tortura. Dice el libro sobre el presidente:
«Que
la administración Obama decidiera juzgar a Manning por revelar la
verdad y dejara escapar impunes a Bush, Cheney y sus colaboradores
por mentir, torturar, invadir países soberanos y cometer otros
crímenes de guerra era la triste y reveladora señal de su
transparencia y sentido de la justicia. Como la profesora de Derecho
Marjorie Cohn observó: “Si Manning hubiera cometido crímenes de
guerra en lugar de sacarlos a la luz, hoy estaría libre”» (págs.
810-811).
Obama
se saltó la ley interviniendo más de sesenta días en Libia sin
permiso de las cámaras parlamentarias estadounidenses, y alegó,
usando un lenguaje orwelliano, que no eran “hostilidades”.
Mediante los “asesinatos
selectivos” con drones en Afganistán y Pakistán, mató a
14 terroristas y a 700 civiles sólo en los tres primeros años. En
estos ataques, quienes intentan rescatar a las víctimas o asisten a
entierros son considerados “combatientes” y pueden ser los
próximos objetivos. Ya antes de ser presidente, Obama anunció que
seguiría usando los drones como lo hiciera Bush. En realidad amplió
enormemente su uso, extendiéndolo al menos a cinco países. Obama
fija listas de objetivos que luego atacarán los drones, en el marco
de un programa secretista.
En
un discurso en West Point en diciembre de 2009 Obama justificó
la guerra de Afganistán, obviando que, según los informes
oficiales, cuando Bush la empezó allí sólo había unos 50-100
combatientes de Al Qaeda, que el mulá Omar no aprobó el 11-S y que
el atentado se organizó en Alemania, España y Estados Unidos. El
gasto en Afganistán ha resultado altísimo para una guerra en la que
ni se planteaba la victoria. Aunque se planificó una salida en 18
meses, la ocupación se ha prorrogado indefinidamente; Robert Gates
dijo: “No nos iremos nunca.” El ejército afgano es un desastre
organizativo, y los soldados y oficiales tienen niños esclavos
sexuales (algo que los talibán habían prohibido).
Bush
prometió salir de Irak en 2008, Obama en 2011; pero,
dejando el país en un absoluto caos, ha mantenido tropas y
mercenarios privados para supervisar los contratos de Estados Unidos
con el ejército iraquí. Traicionando su (falso) discurso de
campaña, Obama se dirigió a las tropas que volvieron de Irak en
términos propios de Bush, con sucias mentiras como “Dejamos atrás
un Irak soberano, estable…” y “Habéis impartido justicia a
quienes atentaron contra nosotros el 11 de septiembre de 2001”. Es
decir, «daba crédito a la invención de la pareja Bush-Cheney según
la cual la invasión de Irak estaba en cierto modo justificada por el
apoyo de Sadam Hussein a Al Qaeda y perpetuaba la peligrosa
fantasía de que la ocupación de Irak y Afganistán tenía algo que
ver con los atentados de la organización de Bin Laden» (pág. 860).
Obama
ha apoyado el asesinato de Gadafi y el golpe contra Zelaya en
Honduras. Ha consentido que el “lobby israelí” forzara la
dimisión del relativamente moderado George Mitchell como enviado
especial a Oriente Próximo; no en vano el asesor del presidente
sobre Oriente Próximo es Dennis Ross, un defensor decidido de las
políticas del Estado de Israel.
En
cuanto a China, Estados Unidos exagera su poder militar para
lograr su objetivo de un área del Pacífico dominada por la nación
americana: frente a más de mil bases militares del segundo por todo
el mundo, China sólo tiene una fuera de sus fronteras. A fin de
“contenerla”, Obama ha promovido la cooperación nuclear con la
India, en contra de lo estipulado en el Tratado de No Proliferación
de Armas Nucleares.
El
libro, cuya edición original es de 2012, se plantea si acaso Obama
no estaría dando un giro positivo a finales de 2011. «¿Hay alguna
posibilidad de que pudiera sufrir la misma conversión por la que
pasó Kennedy y se haya dado cuenta del flaco favor que el
militarismo y el imperialismo han hecho al pueblo norteamericano y al
resto del mundo?». Cinco años después ya hemos comprobado que no:
a pesar de logros (mucho más relativos que lo que los medios del
Sistema venden) como los acuerdos con Irán y con Cuba, El
legado del presidente Obama es la guerra sin fin, como indica el
título de un artículo de un medio tan poco “antiamericano” como
el Cato Institute.
Conclusión
Resulta
muy interesante disponer de toda esta información alternativa en un
solo volumen, cómodo de leer pero no por ello menos riguroso: los
datos que he seleccionado y resumido están amplísimamente
documentados en las numerosas referencias bibliográficas del libro;
la gran mayoría de ellas son documentos oficiales y fuentes
primarias.
La
obra no pretende ser un balance histórico de Estados Unidos en
el siglo XX sino que, como reconocen los autores en la introducción,
«preferimos no detenernos en las muchas cosas que Estados Unidos ha
hecho bien», pues «existen bibliotecas enteras dedicadas a ellas y
los programas de estudio de los colegios ya las ensalzan lo
suficiente». Se concentra en el poder dirigente, y apenas menciona
las indudables aportaciones positivas de aquel país, como los
movimientos de lucha por la dignidad. Por ejemplo, sólo se menciona
una vez a Martin Luther King (de quien se ofrece una cita). Hay
que tener en cuenta además que, siendo ya un libro extenso,
plantearlo como una historia completa lo habría hecho interminable.
El
objetivo del libro (dignamente alcanzado por Oliver Stone y Peter
Kuznick) es más bien servir de contrapunto a toda la propaganda
de ensalzamiento de esa nación (propaganda que, para las masas,
se despliega ante todo mediante el cine y la televisión) y desvelar
cómo, según se dice en la introducción, «el país ha
traicionado su misión» al sacrificar «su espíritu republicano en
el altar del imperio», como ya predijo el presidente John Quincy
Adams a principios del siglo XIX.
(Oliver
Stone y Peter Kuznick, La historia silenciada de Estados Unidos,
Madrid: La Esfera de los libros, 2015.)
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