03 de agosto de 2016
Crédito: alai
Agencia Latinoamericana de Información
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Entre
los 54 condenados identificados por organizaciones de derechos
civiles, la mayoría pertenece a minorías raciales y está
encarcelada desde hace más de 40 años
El
diplomático Andrew Jackson Young fue una figura destacada cuando
Jimmy Carter gobernaba los Estados Unidos, entre 1977 y 1980. Nacido
en Nueva Orleans, negro y demócrata, estaba por cumplir 45 años
cuando asumió el puesto de embajador de las Naciones Unidas.
Este
era su cargo cuando, en julio de 1978, dio una famosa entrevista al
diario francés Le
Matin.
El tema fue la represión contra los disidentes en la Unión
Soviética. Él no vaciló, sin embargo, en tocar en las heridas
nacionales.
"Todavía
tenemos cientos de personas en nuestras cárceles que podrían ser
clasificadas como presos políticos", dijo Young, respecto de
activistas que habían sido encarcelados en los años 60 y 70.
Se
vino el mundo encima.
Young
sufrió un proceso de impugnación en la Cámara de Representantes,
salvando su mandato por 293-82 votos. El propio presidente Carter se
refirió a sus palabras como una "infeliz declaración". El
hecho es que el diplomático sincero, jamás volvería a desempeñar
ningún papel significativo en la política de su país.
Tras
casi cuatro décadas de la rotunda confesión, poco ha cambiado, a
pesar del fin de la Guerra Fría.
Los
Estados Unidos siguen ocultando que mantienen presos políticos,
porque no queda bien para la imagen de una nación que se autodefine
como líder del mundo libre y democrático. Que, de hecho, explica la
acción de sus tanques y aviones al rededor planeta como la
exportación de la libertad.
El
reportaje de Opera
Mundi,
después de entrevistar a varios dirigentes de grupos humanitarios e
investigar su documentación, pudo consolidar una lista de al menos
54 condenados por razones políticas.
La
relación incluye sólo los activistas que hayan sido juzgados por
supuestos crímenes cometidos en el territorio norteamericano. Están
fuera de este cálculo, por ejemplo, los desterrados de Guantánamo.
La
mayoría de los presos está formada por minorías raciales o
nacionales.
El
contingente más expresivo proviene del antiguo grupo de los Panteras
Negras y sus ramificaciones.
Varios
de estos reclusos están tras las rejas hace más de 40 años, cuando
Young aún no había reconocido el drama político y humano que
mancharía cualquier nación.
El
presidente Barack Obama, en el funeral de Nelson Mandela, en 2014,
quiso recordar el martirio de Madiba, que pasó más de 28 años
encerrado por el régimen del apartheid,
cumpliendo sentencia por conspiración y resistencia armada.
Si
fuera tocado por la misma compasión con relación a compatriotas
suyos, encontraría 37 presos que ya han superado, algunos hace
mucho, el periodo de prisión del líder sudafricano. Todos
igualmente condenados por conspiración o resistencia armada.
Otros
países occidentales que vivieron procesos de conflicto interno, como
Italia y Alemania, dieron vuelta a la página de los años de plomo.
Los militantes de la insurgencia — como los afiliados a las
Brigadas Rojas o al grupo Baader-Meinhof — recuperaron gradualmente
su ciudadanía.
Al
sur del río Grande, las naciones de América Latina también
superaron la mácula de los presos políticos, heredada de las
dictaduras que contaban con la simpatía geopolítica de la Casa
Blanca.
Presión
interna
Los
Estados Unidos, sin embargo, prefieren mantener abiertas estas
heridas. No dudan en blandir reclamos sobre derechos humanos en otros
patios, pero se niegan a limpiar al suyo propio.
La
contradicción entre el discurso y la realidad parece profunda hasta
el punto de provocar deserciones en el centro del poder. El abogado
Ramsey Clark, hoy con 88 años, es quizás el máximo exponente de
este disenso palaciego.
Como
fiscal general, estuvo al frente del Departamento de Justicia entre
1967 y 1969, durante el gobierno del demócrata Lyndon Johnson,
cuando se aprobaron las principales leyes contra la segregación. Sus
disgustos aumentaron, sin embargo, con la escalada represiva dirigida
por el FBI (la policía federal de los EE.UU.), en aquel momento bajo
el mando de John Edgar Hoover, cuyos blancos principales eran las
organizaciones que luchaban contra el racismo y la guerra de Vietnam.
Después
de distanciarse, gradualmente asumió causas públicas y judiciales
contra el sistema.
"Los
presos políticos no tienen reconocimiento legal, son tratados como
enemigos del Estado", dice, en voz baja y pausada, traicionada a
cada sílaba por el acento texano. "El objetivo es que sirvan de
ejemplo para las nuevas generaciones, estableciendo el precio que se
debe pagar si recurren a la rebelión y a la insubordinación".
Muchos
de los condenados, de hecho, se consideran prisioneros de guerra,
víctimas de una ofensiva militar que tuvo la intención de someter
el pueblo negra y preservar un régimen de supremacía blanca. Esa
era la razón en la cual encontraron legitimidad para sus acciones de
autodefensa y ataques armados
Irregularidades
en los procesos
"Hay
muchas condenas fabricadas, con presión sobre los testigos y
supresión de evidencias a favor de los acusados", dijo el
abogado Robert Boyle, de 61 años, que desde su graduación en la
universidad se dedica a la defensa de presos políticos. "Un
acuerdo tácito, que ata el poder judicial y la policía, determina
las reglas especiales de represión contra miembros de grupos
revolucionarios, a menudo violando el debido proceso legal".
Incluso
Amnistía Internacional, que normalmente ignora casos de lucha
armada, corrobora la tesis de Boyle.
Son
ilustrativas las situaciones de Ed Poindexter y Mondo We Langa
(nombre africano de David Rice), líderes de los Panteras Negras en
Omaha, en el Estado de Nebraska. Poindexter está encarcelado hace 45
años, cumpliendo cadena perpetua por el asesinato de un policía.
Langa, después de pasar el mismo periodo detenido, murió el 11 de
marzo de 2016.
La
única evidencia condenatoria fue el testimonio de un adolescente
torturado y amenazado con la silla eléctrica si no culpaba a los dos
militantes. La gravedad del episodio llevó a los líderes de la más
famosa entidad humanitaria del planeta a clasificarlos como presos de
conciencia.
Abundantes,
las denuncias de ilegalidades compiten con críticas a las normas
procesales y su ejecución.
"Los
presos políticos casi nunca reciben el beneficio de la libertad
condicional que les toca", dice Boyle, con una amarga sonrisa de
quien se ve a sí mismo pidiendo peras al olmo. "Además de la
mala voluntad de las mesas de evaluación, es enorme la presión de
las asociaciones de policías para impedir la liberación de los que
son acusados de la muerte de algún compañero".
A
menudo las condenas se basaron en un dispositivo nunca usado en
delitos comunes. Se trata de la ley establecida en 1861, que creó el
delito de conspiración sediciosa, para castigar a los gobiernos
estatales que se levantaban en contra a la Unión.
Se
volvió a utilizar en la persecución de comunistas y anarquistas
durante las dos primeras décadas del siglo pasado, antes de hacerla
parte del menú represivo de la Guerra Fría.
"La
conspiración sediciosa es un instrumento de criminalización de la
contestación popular", explica el abogado Bret Grote, director
del Centro Legal Abolicionista, de Pittsburgh, en Pennsylvania,
organización dedicada a presionar por cambios en los códigos
penales. "Esta regla deniega prueba material del crimen y lleva
a la cárcel quien comete el delito de intención."
Marcha
del Movimiento Jericho reunió una multitud en marzo de 1998 que
pedía amnistía para los presos políticos de los EE.UU.
Esta
ley es responsable por la condena a 55 años de prisión, del líder
comunitario Oscar López Rivera, encarcelado desde 1981. El crimen
más importante por el que fue juzgado es de haber integrado las
Fuerzas Armadas de Liberación Nacional, grupo independentista de
Puerto Rico, su país de nacimiento, por muchos historiadores
considerado una especie de colonia norteamericana, aunque disfrute de
la condición de Estado autónomo.
Héroe
en Vietnam, condecorado con la Estrella de Bronce, Rivera no pudo ser
vinculado efectivamente a ningún delito probado, pero su pertenencia
a un partido separatista fue suficiente para hacerle languidecer tras
las rejas.
EEUU
después del 11 de setiembre
Pocos
de los 54 presos políticos todavía tienen derechos de apelación, a
pesar de que muchos plantean, año tras año, las solicitudes de
libertad condicional, que acostumbran ser negadas.
Aquellos
condenados por los jueces estatales, también estarían aptos al
indulto de los respectivos gobernadores. Los presos federales
dependen de la buena voluntad del presidente de la República, que no
puede interferir en las decisiones de los estados.
Pero
una cortina de hierro oculta la saga de estos hombres y mujeres.
Todo
empeoró después de los atentados de 2001 y de la declaración de la
"guerra contra el terror", con la aprobación de la Ley
Patriota, debilitando aún más las salvaguardias legales para los
sospechosos de actuar contra el Estado.
Nuevas
olas de prisioneros, en su mayoría de origen musulmán, se añadieron
a los antiguos combatientes encarcelados.
Los
principales vehículos de imprenta, normalmente con ganas de
denunciar los atropellos humanitarios en otras fronteras, raramente
cuentan o investigan esta tragedia norteamericana.
El
Departamento de Justicia, insistentemente contactado por Opera
Mundi,
se comprometió a dar su versión de los hechos, pero prefirió el
silencio y dijo, a través de su portavoz, que no había interés en
tratar del asunto.
De
hecho, “nada que declarar” siempre ha sido una de las respuestas
preferidas de los gobiernos que desean ocultar la brutalidad de la
violencia que practican o encubren.
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