21 de julio de 2016
Crédito: Atilio Boron Blog
Atilio Boron
Atilio Boron
Estos
días, después de la nominación de Donald Trump como candidato por
el partido republicano, varios medios me preguntaron quién sería
más conveniente para América Latina, si él o Hillary Clinton. Mi
respuesta: ninguno de los dos, porque lo que importan no son tanto
las personas como la alianza social a quien ellos representan. Y esta
alianza es la “burguesía imperial” o el “complejo
militar-industrial-financiero”, al cual ambos responden si bien con
características idiosincráticas propias.
Por
eso creo que la pregunta está mal formulada. Ningún presidente de
Estados Unidos se ha apartado, desde George Washington hasta aquí,
de las premisas fundantes que guían las relaciones hemisféricas y
que condenan a nuestros países a la condición de inertes satélites
del centro imperial:
(a)
mantener América Latina y el Caribe como el “patio trasero” de
Estados Unidos que no admite la intromisión de terceras potencias
(Doctrina Monroe, 1823);
(b)
fomentar la desunión y la discordia entre los países del área y
oponerse con total intransigencia ante cualquier proceso de
integración o unificación. Por eso, Washington sabotea a la UNASUR,
a la CELAC, al MERCOSUR, ni hablemos del ALBA-TCP, Petrocaribe, Banco
del Sur o TeleSUR. Esta política arranca desde los tiempos del
Congreso Anfictiónico de Panamá en 1826 y continúa hasta hoy.
(c)
el tristemente célebre “corolario de (Theodore) Roosevelt”, de
1904, en el que Estados Unidos se arroga el derecho a intervenir en
los países del área sus gobiernos sean “incapaces de mantener el
orden dentro de sus fronteras y se comporten con una justa
consideración hacia sus obligaciones con el extranjero.” Y más
adelante prosigue diciendo que: “siempre es posible que las
acciones ofensivas hacia esta nación (Estados Unidos) o hacia los
ciudadanos de esta nación (eufemismo por empresas norteamericanas)
de algunos Estados incapaces de mantener el orden entre su gente,
incapaces de asegurar la justicia hacia los extranjeros que la tratan
bien, pudieran llevarnos a adoptar acciones para proteger nuestros
derechos; pero tales acciones no se adoptarían con miras a una
agresión territorial y serían adoptadas sólo con una extrema
aversión y cuando se haya hecho evidente que cualquier otro recurso
ha sido agotado”.
Fieles
a estas premisas no tiene sentido alguno preguntarse si Trump ni
Clinton serían más convenientes para América Latina. Quizás
podríamos especular sobre quien sería menos malo. En tal caso creo
que entre estas dos malas personas, inmorales y corruptas, tal vez la
menos dañina podría ser Hillary, pero nada más que eso. Ella y
Trump representan, con ligeros matices, lo mismo: la dictadura
"legal" del gran capital en Estados Unidos.
Trump
es más impredecible y esto no necesariamente sería malo. Hasta
podría despegarse ocasionalmente del “complejo
militar-industrial-financiero”, pero su compañero de fórmula –un
cristiano evangélico de ultraderecha- es un troglodita
impresentable. Hillary es muy predecible, pero su record como
Secretaria de Estado en la administración Obama es terrible.
Recuérdese, entre muchas otras cosas, la carcajada con que recibió
la noticia del linchamiento de Muammar El Gaddafi, gesto moralmente
inmundo si los hay. Como senadora se consagró como una descarada
lobbista de Wall Street, del complejo militar-industrial y del Estado
de Israel.
América
Latina no puede esperar nada bueno de ningún gobierno de Estados
Unidos, como lo ha demostrado la historia a lo largo de más de dos
siglos. Puede, ocasionalmente, aparecer algún presidente que
marginalmente pueda producir situaciones puntualmente favorables para
nuestros países, como ha sido el caso de James Carter y su política
de Derechos Humanos, concebida para hostigar a la Unión Soviética e
Irán pero que, indirectamente, sirvió para debilitar las dictaduras
genocidas de los años setentas. Pero nada más que eso. Nosotros
tenemos que forjar la unidad de nuestros pueblos, como lo querían
Artigas, Bolívar y San Martín en los albores de las luchas por
nuestra independencia. No tenemos nada bueno que esperar de los
ocupantes de la Casa Blanca cualquiera sea el color de su piel o su
procedencia partidaria.
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