24 de febrero de 2016
Crédito: Rebelion
Ethan Earie
Ethan Earie
Nací
en Carolina del Norte, aunque mis padres son de Vermont. Crecí
haciendo largos viajes de verano por la costa este para visitar a
nuestra familia en Burlington, la ciudad más grande del estado con
tan solo 40 000 habitantes. Fue en uno de esos viajes, en algún
momento de los noventas, cuando escuché por primera vez acerca de
Bernie Sanders y su versión tan particularmente norteamericana del
socialismo democrático.
Vermont es un pequeño y extraño
lugar. Es el número 49 de cincuenta estados, tiene solo 626 000
habitantes y la mayoría de ellos vive en pequeños pueblos agrícolas
que salpican las Green Mountains en toda su extensión. La población
de Vermont se jacta de su autosuficiencia marcada por un perfil
tozudamente independiente y ocasionalmente revolucionario. El Estado
fue fundado por una milicia separatista durante la Guerra
Revolucionaria. Luego sería el primer Estado en abolir la esclavitud
y jugaría un papel crucial en el llamado Underground Railroad
(ferrocarril subterráneo), que ayudó a ocultarse a esclavos
fugitivos en su terreno sinuoso y los escoltó a través de la
frontera norte con Canadá. Durante mi infancia, escuchaba estas
historias como pruebas de que la población de Vermont es gente
comprometida que no se toman a bien las injusticias o el doble
discurso político.
En 1980, Bernie Sanders (nacido en
Brooklyn) entró en el escenario político por la izquierda como
candidato independiente a la alcaldía de Burlington, describiéndose
a sí mismo como socialdemócrata. Derrotó por 10 votos al candidato
oficialista que se presentaba a su quinta reelección, y luego fue
reelegido 3 veces. Durante su período como alcalde, Bernie fue
ampliamente reconocido como un izquierdista sin pelos en la lengua,
pero también como un administrador eficiente. Fue él quien abrió
la primera comisión de la mujer en la ciudad, apoyó el desarrollo
de cooperativas de trabajadores e inició uno de los primeros y más
exitosos experimentos de viviendas comunales financiadas por el
Estado. Esta última medida aseguró garantizar viviendas accesibles
para sectores de ingresos bajos y medios, y frenó el proceso de
gentrificación en medio de un proyecto para revitalizar la zona
rivereña, que de lo contrario habría transformado el centro de la
ciudad. Bernie el izquierdista, invitó a Noam Chomsky a hablar en la
casa de gobierno y viajó a Nicaragua para conocer a Daniel Ortega y
hermanar una ciudad sandinista. Bernie el administrador, mantuvo
equilibrado el presupuesto de la ciudad y fue parte de la
transformación de Burlington en una de las ciudades más lindas y
habitables de Estados Unidos.
En 1990, Bernie se presentó
como candidato para la cámara de representantes de Estados Unidos y
se convirtió en su primer miembro independiente en cuarenta años.
Rápidamente fundó el Congressional Progressive Caucus, que hasta el
presente es uno de los pocos baluartes de izquierda en el Capitolio.
Criticó a políticos de ambos partidos por subordinarse a la lógica
corrupta de Washington. Se reveló como un político serio, con un
mensaje directo y franco, y alarmado por las crisis que enfrenta
nuestro país. Si bien a veces sus modales pueden parecer hoscos y
sus aptitudes sociales escasas, nunca hubo dudas acerca de su
devoción por el trabajo. Bernie pudo emerger como una voz calificada
a nivel nacional en temas que van desde la desigualdad en los
ingresos a la cobertura médica universal, la reforma de la campaña
financiera y los derechos LGBT. También fue uno de los primeros
críticos prominentes de la guerra de Irak y los programas de
vigilancia interna como la Ley Patriota (Patriot Act).
Básicamente,
Bernie mantuvo el camino que él mismo se había propuesto desde el
principio, el del un progresista imperturbable que basa su trabajo en
una independencia sólida y la obstinación para que se hagan las
cosas. De nuevo en Vermont, donde desde 2006 ha sido senador, Bernie
continuó incrementando su popularidad y ganó con el 71 % de los
votos en su elección más reciente, consiguiendo la mayor tasa de
aprobación de todos los políticos de Estados Unidos. Su reconocido
rechazo a las campañas de desprestigio, así como su compromiso en
encontrar terrenos comunes con figuras políticas de otros bandos,
solo han fortalecido su reputación. Precisamente, su mayor logro y
el secreto de su éxito, ha sido construir un nuevo consenso político
en el estado de Vermont. Por supuesto, él interpela a los liberales
más acérrimos pero saca su fortaleza real de familias trabajadoras
blancas de las pequeñas ciudades, no tan conocidas (al menos en las
décadas recientes) por sus inclinaciones socialdemócratas.
Mi
familia es una familia de peluqueros, a los que se suman un par de
enfermeras y electricistas. Somos una familia de cazadores y
fanáticos de Katy Perry. Somos una familia a la que la cultura
política contemporánea le ha hecho creer que su voz no cuenta. Y
puedo decir, con total honestidad, que Bernie Sanders ha hecho pensar
distinto a mi familia. De cara a las próximas elecciones primarias,
casi todos ellos – propensos a votar a los republicanos en
cualquier otra elección – darán su voto a Bernie Sanders. Cuando
estoy en Vermont no solemos hablar de política pero cuando lo
hacemos hablamos de Bernie. Puedo escuchar a mi tía decir “Quizás
no estoy de acuerdo con todo lo que él dice o hace, pero se que él
sabe lo que dice y cree en lo que hace. Se que él nunca nos
entregaría y que siempre nos dirá las cosas de frente”.
El
éxito del senador Bernie Sanders, en una campaña engañosamente
quijotesca para convertirse en el 45 presidente de Estados Unidos, ha
despertado extrañas animosidades en la opinión pública. Bernie
atrajo multitudes mucho más grandes y generó más entusiasmo que
cualquier otro candidato de los dos partidos. Durante 2015 su campaña
recibió 73 millones de dólares de más de un millón de individuos
y un récord de 2,5 millones de contribuciones en total. Está
recibiendo una gran cobertura mediática en las portadas de los
medios más importantes de Estados Unidos y es el tema central en
numerosos tweets, mms y conversaciones de internet en general. Tan
solo 6 meses antes, su principal contendiente, la todavía favorita
Hillary Clinton -ex secretaria de Estado, senadora, primera dama y
niña mimada del establishment demócrata- se situaba como la
candidata más imparable para toda una generación. Al escribir estas
líneas, a mediados de enero, ella se aferra a una ventaja de 7
puntos a nivel nacional y está igualada en las elecciones de dos
estados en las primarias, estados que históricamente han sido la
referencia para el resto del país (Iowa y New Hampshire). Lo que es
más increíble aún, es que Bernie Sanders está haciendo todo esto
sin dinero de corporaciones y sin recibir el apoyo del establishment,
proclamando las virtudes del socialismo democrático y diciéndole a
quien quiera escucharlo que este país necesita una revolución
política.
Después de décadas trabajando en política,
no debería ser ninguna sorpresa que el programa para la campaña de
Bernie sea amplia y detallada, meticulosa se podría decir. Quizás
meticulosa pero no confusa: no ha dejado lugar a dudas de que su
mayor preocupación es la desigualdad que define cada vez más a la
economía estadounidense. Propone subir el salario mínimo de 7,25 a
15 dólares hacia 2020. Promete crear millones de puestos de trabajo
a través de programas federales de infraestructura y programas para
la juventud. Dice que va a expandir la seguridad social,
proporcionando educación gratis en todas las universidades públicas
y extendiendo la cobertura de salud a toda la gente a través de un
sistema de pago único. Su plan para financiar estos programas es
simple: subir impuestos a los ricos y a las grandes corporaciones, y
cobrar impuestos a la especulación financiera.
En sus
historias, Bernie cuenta cómo Estados Unidos se convirtió en uno de
los países con mayor desigualdad en el mundo, y pone especial
énfasis en la responsabilidad de las instituciones financieras en la
crisis del 2007-08. Lamenta que ni un solo ejecutivo haya sido
encarcelado por su papel en estos episodios, y muestra el contraste
existente con un sistema de justicia que ha encarcelado a millones de
personas de bajos recursos por delitos menores. Propone la
implementación de una versión siglo XXI de la Ley Glass-Steagall,
la que impidió que los bancos comerciales participaran con bancos de
inversión a partir de 1933 y que luego fue derogada bajo la mirada
aprobatoria del presidente Bill Clinton en 1999. Recientemente
anunció que, de ser elegido, en su primer año disolvería todas las
instituciones financieras que alguna vez fueran consideradas
“demasiado grandes para caer”.
Sin embargo, su
ardiente y popular versión económica no explica por qué millones
de personas han llegado al “Feel the Bern”, el viral hashtag
(#feelthebern hashtagTwitter) que se ha convertido en un eslogan para
la campaña. En realidad, podría decirse que le está hablando a un
momento más amplio de la historia de nuestro país. Las deudas
personales y la desigualdad económica están en niveles récord, y
la generación que hoy en día es mayor de edad ha sido criada en
medio de la guerra de Irak y la Gran Recesión. Esta generación
creció entre resabios del sueño americano aunque su realidad fue la
de una movilidad descendente para la mayoría, mientras solo
ascendían una pequeña élite y unos pocos afortunados. En este
contexto, Bernie denuncia que el sistema no solo está roto sino que
está diseñado para perpetuar el control por parte de una pequeña
élite políticamente arraigada con intereses capitalistas, y es eso
lo que ha prendido fuego en su campaña de forma tan llamativa.
Además de sus propuestas económicas, la otra pieza fundamental de
la campaña de Bernie es su llamamiento a expulsar a las grandes
corporaciones y a su dinero de la política. Bernie defiende a viva
voz una reforma integral de la financiación de las campañas,
incluyendo la derogación de la decisión de la Corte Suprema sobre
el caso Citizens United y la abolición de los super PACs/1, que en
conjunto han permitido que el dinero corporativo ejerza cada vez
mayor control sobre el proceso electoral. Bernie nos recuerda que él
es el único candidato sin un super PAC y que su campaña está
alejada de las corporaciones, financiada en gran parte por pequeñas
donaciones y contribuciones un poco más grandes de sindicatos. La
campaña de Hillary, en cambio, está sustentada en su mayor parte
por ricos y corporaciones; seis de sus diez principales
contribuyentes son bancos.
Bernie cree que las
corporaciones han tomado el control de la democracia norteamericana,
y es aquí en donde retoma su idea de la revolución política. En
cada discurso llama la atención sobre esto y siempre es inequívoco:
ni él ni ningún otro político puede hacer los cambios necesarios
solo. La idea de revolución política de Bernie comienza con el
pueblo estadounidense saliendo a votar masivamente, recuperando
nuestra democracia, y exige reformas que aumenten nuestro control
sobre la economía nacional y el proceso político.
No
sorprende que los poderosos no estén contentos con Bernie y la mayor
ofensiva la haya tomado el establishment demócrata (lo que también,
por desgracia, es lógico). Su candidata, Hillary Clinton, ha
recibido hasta ahora 455 avales de los gobernadores y representantes
en el Congreso, mientras que solo 3 han sido para Bernie Sanders;
ella ha sido respaldada por 18 sindicatos que representan a 12
millones de trabajadores frente a 3 sindicatos que acompañan a
Bernie, que a su vez representan a 1 millón de trabajadores. Entre
los llamados superdelegados -una desagradable particularidad del
sistema electoral de Estados Unidos, quienes en conjunto constituyen
cerca de un tercio de los votos del partido, y no tienen la
obligación democrática de honrar las decisiones de sus votantes-
las preferencias por Hillary tienen una ventaja de 45 a 1. El Comité
Nacional Demócrata, por su parte, ha tratado de limitar las
oportunidades de debate (y audiencia) en un esfuerzo para proteger la
ventaja de Clinton, llegando incluso a eliminar la campaña de Bernie
Sanders de su base de datos en un desmesurado castigo por una ofensa
menor (y disputada). Mientras tanto, los charlatanes del
establishment han disparado contra Bernie diciendo que es incapaz de
ganar una elección general, a pesar de las numerosas pruebas en
contra de esa idea.
Los partidarios de Hillary con las
mejores intenciones dirían “Ella tienen más opcioneses de ganarle
a cualquier loco peligroso que surja en esta especie de lucha libre
que son las primarias republicanas”. Dirían también que ella
tendrá más posibilidades de hacer las cosas que propone una vez en
el gobierno. La política es desagradable y el Partido Republicano se
ha redefinido tanto por su obstruccionismo tanto como su fanatismo.
Hillary podrá no ser pura, pero es la persona del partido demócrata
capaz de forzar al menos un par de reformas positivas en nuestro
gobierno disfuncional. Los partidarios de Hillary también dirían
que ya es hora de que elijamos una presidenta mujer, después de más
de dos siglos ininterrumpidos de gobierno de varones.
Yo
respondería que Clinton representa hasta tal punto lo que es
disfuncional en nuestro sistema político actual, que es difícil que
pueda hacer algo al respecto. Ella está tan estrechamente ligada a
Wall Street como cualquier político de ambos partidos. Votó a favor
de la guerra de Irak y se mantiene fiel al ala bélica del Partido
Demócrata, una sección ampliamente desacreditada del
intervencionismo liberal. Clinton está muy volcada a su objetivo de
ganar poder, mientras que Sanders ha mantenido valores consistentes
durante más de treinta años en cargos de elección popular. Sin
duda, el simbolismo de la elección de una presidente mujer es
importante, un acontecimiento potencialmente histórico que
rivalizaría con la elección de Barack Obama como el primer
presidente afroamericano de nuestro país hace ocho años. Sin
embargo, también hemos visto las limitaciones del simbolismo en la
política durante la administración del presidente Obama, con el
ingreso medio y la riqueza de afroamericanos en declive, mientras que
la disminución de las tasas de encarcelamiento continúan a un ritmo
aparentemente inexorable, a la vez que la deportación de los
inmigrantes latinos ha alcanzado niveles récord. Por otra parte, el
valor de este simbolismo se puede ver compensado por la alternativa
de elegir un presidente con un plan y un mandato que cambie la forma
de funcionar de Washington y de nuestro país en general.
Como
era esperable en lo que llamaré, en un sentido amplio, “la
izquierda“, los debates sobre estas elecciones se han vuelto
bastante desagradables en los últimos meses. La insistencia de
Bernie en no utilizar técnicas negativas de campaña – y Hillary
en un lugar confortable como ganadora- mantuvieron las cosas en
buenos términos. Pero a medida que la campaña se fue calentando y
la ventaja se redujo, legiones de seguidores de Hillary han salido a
los medios de comunicación a descalificar a los partidarios de
Bernie como sexistas. Los seguidores de Bernie, por su parte, fueron
sarcásticos y en ocasiones políticamente incorrectos – aunque
generalmente correctos al juzgar sus posiciones y logros – y
respondieron que Bernie apoyó políticas y medidas que son mucho más
progresista para la igualdad de las mujeres que las que Hillary
propone (al menos, más allá de los escalafones más altos de las
profesionales). Estas discusiones, si bien tienen el potencial para
dar lugar a un debate necesario sobre las diferencias entre el
feminismo liberador y el feminismo corporativo, en general han sido
lideradas por fanáticos y no han progresado (al menos por ahora)
mucho más allá de insultos superficiales al estilo Twitter.
Más
a la izquierda, los sospechosos de siempre, han salido de la nada
para acusar a Bernie de no ser el portador de la verdadera
revolución. Le acusan de un sinnúmero de desviaciones estilo
“pecado original” relacionadas con su falta de alineamiento pleno
con alguna estructura particular (y esotérica) de pensamiento
político. Algunos dicen que él está actuando como un “perro
pastor“ para el Partido Demócrata, atrayendo jóvenes descontentos
a su seno -no les importa que él haya sido independiente la mayor
parte de su carrera y que ahora se convirtió en el enemigo público
Nº 1 del establishment demócrata-. Otros, nunca le perdonarán ser
un socialdemócrata cuando él se ha etiquetado tan claramente a sí
mismo como un socialista democrático. Y finalmente, están aquellos
que piensan que Bernie ha caído en desgracia por su voto en tal o
cual política exterior demostrando ser como todos los demás; sin
que les importe que critique abiertamente la historia de imposiciones
de regímenes en el exterior de nuestro país o que sostenga que el
cambio climático representa una amenaza a nuestra existencia mayor
que la del terrorismo, a pesar de la exaltación al miedo por parte
de los medios. Aunque irrelevantes para la conciencia política
dominante, estas patologías son dignas de mención en la medida en
que se han agudizado y clarificado diferencias dentro de la vasta
izquierda socialista –entre quienes van a donde está la gente y
construyen políticas sobre la base de realidad existentes y quienes
prefieren situarse al margen de la historia y girtan a quienes no
están con ellos.
Pero más interesante y relevante para
el momento actual de la política de Estados Unidos es el debate que
se inició durante Netroots Nation, una destacada convención
política progresista. Activistas del movimiento Black Lives Matter
(BLM) interrumpieron un discurso de Bernie para llamar la atención
sobre la violencia policial en contra de la comunidad negra y exigir
la adopción de una agenda política más directa para desmantelar el
racismo estructural en los Estados Unidos. La respuesta de Sanders
fue ridiculizada por algunos con desdén, como fuera de lugar. Sus
intentos iniciales por remarcar su propio historial en relación a la
justicia racial y vincular la cuestión del racismo con las políticas
económicas diseñadas para aliviar la desigualdad, no ayudaron. Unas
semanas más tarde, un grupo de activistas de BLM con sede en Seattle
interrumpió otro discurso Bernie Sanders, esta vez en un acto para
celebrar los 80 años de la Seguridad Social. Los manifestantes
tomaron el micrófono antes que Bernie pudiera hablar, no le
permitieron responder a sus críticas y acusaron a la ciudad de
Seattle de “liberalismo con supremacía blanca” en respuesta a
los abucheos de la audiencia. El evento fue cancelado.
Después
de este segundo acontecimiento, la campaña de Sanders dio a conocer
un programa de justicia racial (presumiblemente elaborado después de
la primera intervención) que abrió con un gesto explícito a las
demandas de BLM y otros activistas, citando los nombres de las
mujeres y hombres de color recientemente asesinados por la policía.
Continuó abordando directamente la cuestión de la violencia física
perpetuada por el Estado y los extremistas de derecha contra hombres
y mujeres afroamericanos, y luego enumeró una lista de propuestas y
demandas que abordan también cuestiones de la violencia desde lo
político, jurídico, económico y ambiental. Este nuevo programa ha
sido aplaudido por los líderes del movimiento BLM.
La
primera intervención de BLM proporcionó un ejemplo de dos
movimientos progresivos distintos pero superpuestos, en conversación
crítica y productiva. El último, en cambio, mostró que ambos
pueden entablar por momentos un diálogo de sordos. Bernie, un hombre
judío blanco de 74 años de edad, del segundo Estado más blanco de
los Estados Unidos (96,7%), al principio fue lento en reconocer la
urgencia de este momento en la justicia racial, al igual que
reconoció la falta de perspectiva al incluir los reclamos de BLM en
una plataforma de justicia económica preexistente. Los activistas de
BLM fueron oportunistas al explotar esta óptica a expensas de
alguien que fue -como mínimo- un buen aliado blanco de los
movimientos de justicia racial, desde que marchara en 1963 con Martin
Luther King Jr. Su táctica, si bin fue útilmente provocativa en
Netroots, fue desmedida en Seattle. En este segundo caso, el grupo
liderado por activistas relativamente nuevos en la justicia social y
muy alejados de encarnar el liderazgo de lo que es un movimiento
esencialmente abierto, fue percibido como cínico y no
particularmente interesado en la construcción de políticas
progresistas más allá de divisiones esencialistas.
En
síntesis, el culebrón Bernie-BLM ha sido una buena experiencia de
aprendizaje para Sanders y sus seguidores, y esto debería
reconfortarnos como progresistas. Además de su agenda de justicia
racial, Bernie ha contratado más personas de color en puestos
importantes. Él se ha vuelto también crecientemente activo en
destacar la aterrorizante tendencia de violencia policial contra los
afroamericanos. Por ejemplo, fue a visitar a la familia de Sandra
Bland, una mujer de 28 años de edad que fue encontrada muerta en la
cárcel tras ser detenida por una infracción de tráfico menor.
Después de esto hizo una poderosa y trágicamente simple
declaración: “ella estaría viva hoy si hubiese sido una mujer
blanca”. También hizo giras con prominentes figuras de la cultura
negra como Killer Mike del grupo de rap Run the Jewels y mejoró su
exposición acerca del racismo subyacente a gran parte de la economía
de Estados Unidos desde la esclavitud. Aunque su nombre aún no es
tan conocido entre estas comunidades como el de Hillary, su tendencia
al voto ha aumentado significativamente.
En términos más
generales, podemos ver estos debates como parte del crecimiento -y
tal vez incluso de una generación- del activismo de una izquierda
renovada en Estados Unidos. Varias décadas en retirada, al menos en
el nivel de conciencia de las masas, se invirtieron repentinamente
con Occupy Wall Street (OWS) en septiembre de 2011, como ya he
escrito. Este movimiento incipiente tenía toda la gracia y la
belleza de un recién nacido, que al menos era, efectivamente, para
la gente vinculada con ello. Funcionó como un despertar generacional
a la posibilidad de un activismo político transformador en los
Estados Unidos. Black Lives Matter, aunque no estuvo directamente
relacionado con (o inspirado por) OWS, entró en los medios de
comunicación mainstream sobre su estela e incorporó
(intencionalmente o no) muchas de las críticas contra su
predecesor.
Bernie Sanders ha llegado a millones de
personas para las que era más fácil relacionarse con la política a
través del prisma de una campaña presidencial. Considerados en
conjunto (aún cuando no son necesariamente una unidad), este triple
movimiento marca el ascenso de una nueva era de la política
progresista en los Estados Unidos. Y mientras los debates entre estos
y otros movimientos políticos son necesarios, al igual que lo es la
lucha crítica por la forma y dirección de la política progresista,
es igualmente necesario que no dejemos que las luchas internas
destructivas nos distraigan de la cuestión más profunda de nuestro
tiempo, que es cómo refundar el sistema político y económico de
Estados Unidos sobre uno que funcione para todo el mundo en nuestro
país y que haga más para ayudar al resto del mundo que para
dañarlo.
Bernie Sanders está haciendo todo lo posible
para mantenernos centrados en esta cuestión, siempre dejando en
claro que no puede resolverlo él solo. Esta, más que cualquier otra
razón, es por la que apoyo a Bernie Sanders y creo que tú también
deberías hacerlo. Bernie es la persona mejor situada para impulsar
un movimiento amplio con la oportunidad de ganar poder, y también
para reorganizar alianzas políticas en torno a la solidaridad de
clase y racial, a diferencia de las divisiones que nos imponen los
intereses corporativos. Lo hizo en Vermont, tal vez no al nivel de
nuestras fantasías socialistas más elevadas, pero sin duda de una
manera transformadora y duradera. Y cuando observamos el estado de la
política estadounidense, donde un populista de derecha como Donald
Trump ha captado la atención de una gran parte del electorado
republicano con un mensaje no convencional, vemos la necesidad
urgente de que nosotros demos batalla por una nueva mayoría en este
país, basada en la unión y no en el odio.
En su tierra,
Bernie Sanders continúa manteniendo unida la coalición que ha
construido con políticas que se mueven más allá de la guerra de
trincheras partidarias. Es reconocido por su apoyo a los veteranos de
guerra de Estados Unidos así como sus esfuerzos para auditar la
Reserva Federal (ambas cuestiones normalmente consideradas
conservadoras). Sorprendentemente es muy querido por muchos de sus
colegas republicanos en el Congreso, no como alguien que habla de
béisbol con ellos, sino como una persona que no habla de una manera
y actúa de otra. En un reciente discurso en la conservadora
Christian Liberty University, Bernie utilizó una herramienta
retórica que ha sido común a lo largo de su carrera; dijo a la
audiencia, “no podemos estar de acuerdo en todo pero podemos estar
de acuerdo en la injusticia que supone la desigualdad y en la
corrupción y la disfunción que define nuestro sistema”.
Así
como las primarias revelan profundas divisiones en cada uno de los
partidos, también manifiestan una división aún más profunda entre
las culturas conservadoras y progresistas en el país. Nadie parece
ser capaz de imaginar un escenario peor que la victoria de un
candidato del partido contrario. Más allá del mensaje de
transformación económica y política de Bernie, él también nos
muestra cómo se puede reimaginar nuestra política fracturada en el
siglo XXI. La posibilidad de una presidencia de Bernie Sanders nos
proporciona una importante, aunque sólo sea parcial, hoja de ruta
para superar la traba de la cultura política que nos ha
dominado.
La última vez que visité Vermont con mi
esposa, fuimos a ver a mi abuela de 90 años, una ciudadana de
Vermont ávida seguidora de golf y de programas de entrevistas
políticas. No nos sorprendió terminar hablando de las elecciones, y
nos contó que uno de sus hijos, mi tío, estaba tratando de
convencerla de votar por Bernie. Ella seguía indecisa. Conoció a
Bernie durante décadas, le gusta y confía en su juicio, pero quiere
ver una mujer presidenta antes de morir. Fue un argumento fuerte y
simple, que consideré muy seriamente.
Mi esposa le
respondió que su país ha tenido una mujer presidente progresista,
Cristina Kirchner, durante la mayor parte de la década pasada y que,
si bien ella entiende lo histórico que sería para nosotros, ¿acaso
sería comparable con tener un presidente socialista en el país más
capitalista y poderoso del mundo? Un momento, dijo mi abuela, no con
desconfianza pero si como desempolvando una idea que ella no había
considerado en un largo tiempo, ¿Son ustedes socialistas? Nos
miramos el uno al otro y tras una breve pausa, dubitativos, mi esposa
contestó “si, supongo que si eso es lo que hace falta, lo somos”.
Los ojos de mi abuela se abrieron un poco de sorpresa o de picardía,
o quizás en un intento de absorber a su nieto y nieta política y la
ola de ideas nuevas y viejas a la vez. Bueno, contestó -sus palabras
fueron lentas y cuidadosas-, “mira nomás“.
La próxima
vez que visite mi familia, espero estar celebrando la última
intervención de Vermont en el curso de la historia de Estados
Unidos. En el mejor de los casos vamos a celebrar la elección del
primer presidente socialista democrático del país. Pero incluso si
Bernie pierde, creo que su campaña ha creado un espacio para
imaginar una nueva era en la política progresista. De cualquier
modo, el mensaje de la revolución política de Bernie va a ser
transmitido a una nueva generación de jóvenes, un terreno para que
construyamos un futuro mejor.
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