24 de marzo de 2016
Crédito: publico.es
Boaventura de Sousa Santos
Boaventura de Sousa Santos
Cuando,
hace casi treinta años, empecé los estudios sobre el sistema
judicial en diferentes países, la administración de justicia era la
dimensión institucional del Estado con menos visibilidad pública.
La gran excepción era Estados Unidos debido al papel crucial del
Tribunal Supremo en la definición de las políticas públicas más
decisivas. Siendo el único órgano de soberanía no electo, con un
carácter reactivo (no pudiendo, en general, movilizarse por propia
iniciativa) y dependiendo de otras instituciones del Estado para
hacer cumplir sus decisiones (servicios penitenciarios,
administración pública), los tribunales tenían una función
relativamente modesta en la vida orgánica de la separación de
poderes instaurada por el liberalismo político moderno, y tanto es
así que la función judicial se consideraba apolítica. A ello
también contribuía el hecho de que los tribunales sólo atendían
conflictos individuales y no colectivos y estaban diseñados para no
interferir en las élites y las clases dirigentes, protegidas por
inmunidades y otros privilegios. Poco se sabía sobre cómo
funcionaba el sistema judicial, las características de los
ciudadanos que recurrían a él y con qué objetivos.
Todo
ha cambiado desde entonces hasta nuestros días debido, entre otros
factores, a la crisis de representación política que afectó a los
órganos de la soberanía electos, a una mayor conciencia de los
derechos por parte de los ciudadanos y al hecho de que las élites
políticas, desafiadas por algunosimpasses políticos
sobre temas controvertidos, han comenzado a ver el recurso selectivo
a los tribunales como una forma de descargar el peso político de
ciertas decisiones. También fue importante el hecho de que el
neoconstitucionalismo emergente de la Segunda Guerra Mundial otorgara
un peso muy fuerte al control de constitucionalidad por parte de los
tribunales constitucionales. Esta innovación tuvo dos lecturas
opuestas. Según una de ellas, se trataba de someter la legislación
ordinaria a un control que impidiese su fácil instrumentalización
por fuerzas políticas interesadas en hacer tabula
rasa de
los preceptos constitucionales, como sucedió, de manera extrema, en
los regímenes dictatoriales nazis y fascistas. Según la otra
lectura, el control de constitucionalidad era el instrumento del que
se servían las clases políticas dominantes para defenderse de
posibles amenazas a sus intereses resultantes de las vicisitudes de
la política democrática y de la “tiranía de la mayoría”. Sea
como sea, por todas estas razones surgió un nuevo tipo de activismo
judicial que se conoció como judicialización de la política y que
inevitablemente condujo a la politización de la justicia.
La
gran visibilidad pública de los tribunales en las últimas décadas
resultó, en buena medida, de los casos judiciales que involucraron a
miembros de las élites políticas y económicas. El gran punto de
inflexión fue el conjunto de procesos criminales que alcanzó a casi
toda la clase política y a gran parte de la élite económica de
Italia conocido como operación Manos Limpias. Iniciada en Milán en
abril de 1992, consistió en investigaciones y detenciones de
ministros, dirigentes partidarios, miembros del Parlamento (en un
momento dado estaban siendo investigados alrededor de un tercio de
los diputados), empresarios, funcionarios públicos, periodistas,
miembros de los servicios secretos acusados de delitos de soborno,
corrupción, abuso de poder, fraude, quiebra fraudulenta,
contabilidad falsa y financiación política ilegal. Dos años más
tarde, 633 personas habían sido detenidas en Nápoles, 623 en Milán
y 444 en Roma. Por haber alcanzado a toda la clase política con
responsabilidades de gobierno en el pasado reciente, el proceso Manos
Limpias sacudió los cimientos del régimen político italiano y
estuvo en el origen de la emergencia, años más tarde, del
“fenómeno” Berlusconi. Con los años, por estas y otras razones,
los tribunales han adquirido gran notoriedad pública en muchos
países. El caso más reciente, y quizá el más dramático de todos
los que conozco, es la operación Lava Jato en Brasil.
Iniciada
en marzo de 2014, esta operación judicial y policial de lucha contra
la corrupción, en la que están involucrados más de un centenar de
políticos, empresarios y administradores, ha venido convirtiéndose
poco a poco en el centro de la vida política brasileña. Al entrar
en su 24ª fase, con la implicación del expresidente Lula da Silva y
la forma en que fue ejecutada, está provocando una crisis política
de dimensiones similares a la que precedió el golpe de Estado que en
1964 instauró una odiosa dictadura militar que duraría hasta 1985.
El sistema judicial, que tiene a su cargo la defensa y garantía del
orden jurídico, se transforma en un peligroso factor de desorden
jurídico. Medidas judiciales flagrantemente ilegales e
inconstitucionales, la selectividad grosera del celo persecutorio, la
promiscuidad aberrante con los medios de comunicación al servicio de
las élites políticas conservadores, el hiperactivismo judicial
aparentemente anárquico, traducido, por ejemplo, en 27 medidas
cautelares que buscan el mismo acto político (impedir la nominación
ministerial de Lula da Silva), todo esto conforma una situación de
caos judicial que resalta la inseguridad jurídica, profundiza la
polarización social y política y pone la propia democracia
brasileña al borde del caos.
Con
el orden jurídico transformado en desorden jurídico, con la
democracia secuestrada por el órgano soberano que no es elegido, la
vida política y social se convierte en un potencial campo de
despojos a merced de aventureros y buitres políticos. Llegados hasta
aquí, se imponen varias preguntas. ¿Cómo se ha llegado a este
punto? ¿Quién se aprovecha de esta situación? ¿Qué debe hacerse
para salvar la democracia brasileña y las instituciones que la
sostienen, incluyendo en particular a los tribunales? ¿Cómo atacar
esta hidra de muchas cabezas de modo que a cada cabeza cortada no
crezcan más cabezas? Trato de identificar en este texto algunas
pistas de respuesta.
¿Cómo
hemos llegado a este punto?
¿Por
qué razón la operación Lava Jato está sobrepasando todos los
límites de la polémica que normalmente suscita cualquier caso
destacado de activismo judicial? Téngase en cuenta que a menudo se
ha invocado la similitud con el proceso de Manos Limpias en Italia
para justificar la notoriedad y agitación públicas causadas por el
activismo judicial. Sin embargo, las similitudes son más aparentes
que reales. Hay, por el contrario, dos diferencias decisivas entre
ambas operaciones. Por un lado, los magistrados italianos mantuvieron
un escrupuloso respeto por el proceso penal y, a lo sumo, se
limitaron a aplicar normas estratégicamente olvidadas por un sistema
judicial conformista y connivente con los privilegios de las elites
políticas dominantes en la vida política italiana de posguerra.
Por otro, procuraron investigar con el mismo celo los delitos de dirigentes políticos de diferentes partidos políticos con responsabilidades gubernamentales. Asumieron una posición políticamente neutral precisamente para defender el sistema judicial de los ataques que sin duda recibiría por parte de los afectados de sus investigaciones y acusaciones. Todo esto está en las antípodas del triste espectáculo que un sector del sistema judicial brasileño está dando al mundo. El impacto del activismo de los magistrados italianos llegó a ser designado como República de los Jueces. En el caso del activismo del sector judicial “lavajatista”, podemos hablar, como mucho, de República judicial bananera.
¿Por qué?
Por el impulso externo que con toda evidencia está detrás de esta instancia específica de activismo judicial brasileño y que estuvo en gran medida ausente en el caso italiano. Este impulso dicta la selectividad flagrante de celo investigador y acusador. A pesar de estar involucrados responsables de varios partidos, la operación Lava Jato, con la complicidad de los medios de comunicación, se ha esmerado en la implicación de líderes del PT con el objetivo, hoy indisimulable, de suscitar el asesinato político de la presidenta Dilma Rousseff y del expresidente Lula da Silva.
Por otro, procuraron investigar con el mismo celo los delitos de dirigentes políticos de diferentes partidos políticos con responsabilidades gubernamentales. Asumieron una posición políticamente neutral precisamente para defender el sistema judicial de los ataques que sin duda recibiría por parte de los afectados de sus investigaciones y acusaciones. Todo esto está en las antípodas del triste espectáculo que un sector del sistema judicial brasileño está dando al mundo. El impacto del activismo de los magistrados italianos llegó a ser designado como República de los Jueces. En el caso del activismo del sector judicial “lavajatista”, podemos hablar, como mucho, de República judicial bananera.
¿Por qué?
Por el impulso externo que con toda evidencia está detrás de esta instancia específica de activismo judicial brasileño y que estuvo en gran medida ausente en el caso italiano. Este impulso dicta la selectividad flagrante de celo investigador y acusador. A pesar de estar involucrados responsables de varios partidos, la operación Lava Jato, con la complicidad de los medios de comunicación, se ha esmerado en la implicación de líderes del PT con el objetivo, hoy indisimulable, de suscitar el asesinato político de la presidenta Dilma Rousseff y del expresidente Lula da Silva.
Por
la importancia del impulso externo y la selectividad de la acción
judicial que tiende a provocar, la operación Lava Jato tiene más
similitudes con otra operación judicial llevada cabo en Alemania,
durante la República de Weimar, tras el fracaso de la revolución
alemana de 1918. A partir de ese año, y en un contexto de violencia
política proveniente tanto de la extrema izquierda como de la
extrema derecha, los tribunales alemanes revelaron una dualidad
chocante de criterios: castigar severamente la violencia de la
extrema izquierda y tratar con gran benevolencia la violencia de la
extrema derecha, la misma que años más tarde llevaría a Hitler al
poder.
En
el caso brasileño, el impulso externo son las élites económicas y
las fuerzas políticas a su servicio que no se conforman con la
pérdida de las elecciones en 2014 y que, en un contexto global de
crisis de acumulación del capital, se sintieron fuertemente
amenazadas por cuatro años más sin controlar la parte de los
recursos del país directamente vinculada al Estado en el que siempre
se basó su poder. Esta amenaza ha llegado al paroxismo con la
perspectiva de que Lula da Silva, considerado el mejor presidente de
Brasil desde 1988 y que dejó el gobierno con un índice de
aprobación del 80%, se postule como candidato presidencial en 2018.
A partir de ese momento, la democracia brasileña dejó de ser
funcional para este bloque político conservador y comenzó la
desestabilización política.
La
señal más evidente de la pulsión antidemocrática fue el
movimiento por el impeachment [proceso
de destitución] de la presidenta Dilma pocos meses después de su
toma de posesión, algo si no insólito, al menos muy poco común en
la historia democrática de las últimas tres décadas. Bloqueados en
su lucha por el poder a través de la regla democrática de las
mayorías (la “tiranía de las mayorías”), trataron de poner a
su servicio el órgano de soberanía menos dependiente del juego
democrático y específicamente diseñado para proteger a las
minorías, es decir, los tribunales. La operación Lava Jato, en sí
misma extremamente meritoria, fue el instrumento utilizado.
Contando con la cultura jurídica conservadora dominante en el sistema judicial, en las facultades de derecho y en el país en general, y con un arma mediática de alta potencia y precisión, el bloque conservador ha hecho todo lo posible para desvirtuar la operación Lava Jato, desviándola de sus objetivos judiciales, en sí mismos fundamentales para la profundización democrática, y convirtiéndola en una operación de exterminio político. Esta alteración consistió en mantener la fachada institucional de la operación Lava Jato, pero adulterando profundamente la estructura funcional que la animaba mediante la sobreposición de la lógica política a la lógica judicial. En tanto la lógica judicial se asienta en la coherencia entre medios y fines dictada por las reglas procesales y las garantías constitucionales, la lógica política, cuando es animada por la pulsión antidemocrática, subordina los fines a los medios y define su eficacia por el grado de esa subordinación.
Contando con la cultura jurídica conservadora dominante en el sistema judicial, en las facultades de derecho y en el país en general, y con un arma mediática de alta potencia y precisión, el bloque conservador ha hecho todo lo posible para desvirtuar la operación Lava Jato, desviándola de sus objetivos judiciales, en sí mismos fundamentales para la profundización democrática, y convirtiéndola en una operación de exterminio político. Esta alteración consistió en mantener la fachada institucional de la operación Lava Jato, pero adulterando profundamente la estructura funcional que la animaba mediante la sobreposición de la lógica política a la lógica judicial. En tanto la lógica judicial se asienta en la coherencia entre medios y fines dictada por las reglas procesales y las garantías constitucionales, la lógica política, cuando es animada por la pulsión antidemocrática, subordina los fines a los medios y define su eficacia por el grado de esa subordinación.
En
todo este proceso, tres grandes factores juegan a favor de los
designios del bloque conservador. El primero resultó de la dramática
descaracterización del PT como partido democrático de izquierda.
Una vez en el poder, el PT decidió gobernar a la antigua usanza (es
decir, oligárquica) para fines nuevos e innovadores. Ignorante de la
lección de la República de Weimar, creyó que las “irregularidades”
que cometiese serían tratadas con la misma benevolencia con que eran
tradicionalmente tratadas las irregularidades de las élites y clases
políticas conservadoras que habían dominado el país desde la
independencia. Ignorante también de la lección marxista que decía
haber asumido, no fue capaz de ver que el capital solo confía en los
suyos para gobernar y que nunca es grato con quien, no siendo suyo,
le hace favores. Aprovechando un contexto internacional de
excepcional valorización de los productos primarios, provocado por
el desarrollo de China, incentivó a los ricos a enriquecerse como
condición para disponer de los recursos necesarios para llevar a
cabo las extraordinarias políticas de redistribución social que
hicieron de Brasil un país sustancialmente menos injusto al liberar
a más de 45 millones de brasileños del yugo endémico de la
pobreza. Terminado el contexto internacional favorable, solo una
política de acuerdo “a la nueva moda” podría dar sustento a la
redistribución social, o sea, una política que, entre muchas otras
vertientes, se asentase en la reforma política para neutralizar la
promiscuidad entre el poder político y el poder económico, en la
reforma fiscal para que tributen los ricos a fin de financiar
la redistribución social después del fin del boom de
las commodities,
y en la reforma de los medios de comunicación, no para censurar sino
para garantizar la diversidad de la opinión publicada. Era, sin
embargo, demasiado tarde para tanta cosa que solo podría haber sido
hecha a su tiempo y fuera del contexto de crisis.
El
segundo factor, relacionado con éste, es la crisis económica global
y el férreo control que tiene sobre ella quien la causa, el capital
financiero, entregado a su vorágine autodestructiva, destruyendo
riqueza bajo el pretexto de crear riqueza, transformando el
dinero de medio de intercambio en mercancía por excelencia del
negocio de la especulación. La hipertrofia de los mercados
financieros no permite el crecimiento económico y, por el contrario,
exige políticas de austeridad mediante las cuales los pobres son
conferidos al deber de ayudar a los ricos a mantener su riqueza y, si
es posible, a ser más ricos. En estas condiciones, las precarias
clases medias creadas en el período anterior quedan al borde del
abismo de la pobreza abrupta. Intoxicadas por los media
conservadores, convierten fácilmente a los gobiernos responsables de
lo que son hoy en responsables de lo que les puede suceder mañana.
Esto es tanto más probable en cuanto que su viaje desde
la senzala hacia
los patios exteriores de la Casa Grande fue realizado con el billete
del consumo y no con el de la ciudadanía [1].
El
tercer factor a favor del bloque conservador es el hecho de que el
imperialismo norteamericano está de regreso en el continente después
de sus aventuras en Oriente Medio. Hace cincuenta años, los
intereses imperialistas no conocían otro medio sino las dictaduras
militares para alinear a los países del continente con sus
intereses. Hoy disponen de otros medios que consisten básicamente en
financiar proyectos de desarrollo local y organizaciones no
gubernamentales en las que la defensa de la democracia es la fachada
para atacar de forma agresiva y provocadora a los gobiernos
progresistas (“fuera el comunismo”, “fuera el marxismo”,
“fuera Paulo Freire”, “no somos Venezuela”, etcétera). En
tiempos en que la dictadura puede ser dispensada si la democracia
sirve a los intereses económicos dominantes, y en que los militares,
todavía traumatizados por las experiencias anteriores, parecen no
estar disponibles para nuevas aventuras autoritarias, estas formas de
desestabilización son consideradas más eficaces porque permiten
sustituir gobiernos progresistas por gobiernos conservadores
manteniendo la fachada democrática. Los financiamientos que hoy
circulan abundantemente en Brasil provienen de una multiplicidad de
fondos (la nueva naturaleza de un imperialismo más difuso), desde
las tradicionales organizaciones vinculadas a la CIA hasta los
hermanos Koch, que en los Estados Unidos financian la política más
conservadora y tienen intereses sobre todo en el sector del petróleo,
y las organizaciones evangélicas norteamericanas.
¿Cómo
salvar la democracia brasileña?
La
primera y más urgente tarea es salvar el órgano judicial brasileño
del abismo en que está entrando. Para eso, el sector íntegro del
sistema judicial, que ciertamente es mayoritario, debe asumir la
tarea de reponer el orden, la serenidad y la contención en el
interior del sistema. El principio orientador es simple de formular:
la independencia de los tribunales en el Estado de derecho busca
permitir a los tribunales cumplir con su cuota de responsabilidad en
la consolidación del orden y la convivencia democráticas. Para ello
no pueden poner su independencia al servicio de intereses
corporativos, ni de intereses políticos sectoriales, por muy
poderosos que sean. El principio es fácil de formular pero muy
difícil de aplicar. La responsabilidad mayor en su aplicación
reside ahora en dos instancias. El STF (Supremo Tribunal Federal)
debe asumir su papel de máximo garante del orden jurídico y poner
término a la anarquía jurídica que se está instaurando. Muchas
decisiones importantes recaerán sobre el STF en los próximos
tiempos y ellas deben ser acatadas por todos, cualquiera sea su
tenor. El STF es en este momento la única institución que puede
trabar la dinámica de estado de excepción que está instalada. Por
su parte, el CNJ (Consejo Nacional de Justicia), al que compete el
poder disciplinario sobre los magistrados, debe instaurar de
inmediato procesos disciplinarios por reiterada prevaricación y
abuso procesal, no solo al juez Sérgio Moro sino también a todos
los otros que siguieron el mismo tipo de actuación. Sin medidas
disciplinarias ejemplares, el órgano judicial brasileño corre el
riesgo de perder todo el peso institucional que cimentó en las
últimas décadas, un peso que, como sabemos, no fue siquiera usado
para favorecer fuerzas o políticas de izquierda. Solo fue
conquistado manteniendo la coherencia y la isonomía entre
medios y fines.
Si
esta primera tarea fuese realizada con éxito, la separación de
poderes estará garantizada y el proceso político democrático
seguirá su curso. El gobierno de Dilma decidió acoger a Lula da
Silva entre sus ministros. Está en su derecho de hacerlo y no
compete a ninguna institución, y mucho menos al órgano judicial,
impedirlo. No se trata de huir de la justicia por parte de un
político que nunca huyó de la lucha, dado que será juzgado (si ese
fuera el caso) por quien siempre lo juzgaría en última instancia:
el STF. Sería una aberración jurídica aplicar en este caso la
teoría del “juez natural de la causa”. Puede, eso sí,
discordarse del acierto de la decisión política tomada. Lula da
Silva y Dilma Rousseff saben que hacen una jugada arriesgada. Tanto
más arriesgada si la presencia de Lula no significa un cambio de
rumbo que arrebate a las fuerzas conservadoras el control sobre el
grado y el ritmo de desgaste que ejercen sobre el gobierno. En el
fondo, solo elecciones presidenciales anticipadas permitirían
reponer la normalidad. Si la decisión de Lula-Dilma saliera mal, la
carrera de ambos habrá llegado a su fin, un fin indigno y
particularmente indigno para un político que tanta dignidad devolvió
a tantos millones de brasileños. Además, el PT necesitará muchos
años hasta volver a ganar credibilidad entre la mayoría de la
población brasileña, y para eso tendrá que pasar por un proceso de
profunda transformación. Si todo sale bien, el nuevo gobierno tendrá
que cambiar urgentemente de política para no frustrar la confianza
de los millones de brasileños que están saliendo a las calles
contra los golpistas. Si el gobierno brasileño quiere ser ayudado
por tantos manifestantes, tiene que ayudarlos a tener razones para
ayudarlo. Es decir, sea en la oposición, sea en el gobierno, el PT
está condenado a reinventarse. Y sabemos que en el gobierno esta
tarea será mucho más difícil.
La
tercera tarea es todavía más compleja porque en los próximos
tiempos la democracia brasileña tendrá que ser defendida tanto en
las instituciones como en las calles. Como en las calles no se hace
formulación política, las instituciones tendrán la prioridad
debida incluso en tiempos de pulsión autoritaria y de excepción
antidemocrática Las maniobras de desestabilización van a
continuar y serán tanto más agresivas cuanto más visible sea la
debilidad del gobierno y de las fuerzas que lo apoyan. Habrá
infiltración de provocadores tanto en las organizaciones y
movimientos populares como en las protestas pacíficas que realicen.
La vigilancia tendrá que ser total ya que este tipo de provocación
está hoy siendo utilizado en muchos contextos para criminalizar la
protesta social, fortalecer la represión estatal y crear estados de
excepción, utilizando para ello la fachada de normalidad
democrática. De algún modo, como ha sostenido Tarso Genro, el
estado de excepción ya está instalado, por lo que la bandera “No
habrá golpe” tiene que ser entendida como denuncia del golpe
político-judicial que ya está en curso, un golpe de nuevo tipo que
es necesario neutralizar.
Finalmente,
la democracia brasileña puede beneficiarse de la experiencia
reciente de algunos países vecinos. El modo en que las políticas
progresistas fueron realizadas en el continente no permitió dislocar
hacia la izquierda el centro político a partir del cual se definen
las posiciones de izquierda y de derecha. Por eso, cuando los
gobiernos progresistas son derrotados, la derecha llega al poder
poseída por una virulencia inaudita orientada a destruir en poco
tiempo todo lo que fue construido a favor de las clases populares en
el período anterior. La derecha viene entonces con un ánimo
revanchista destinado a cortar de raíz la posibilidad de que vuelva
a surgir un gobierno progresista en el futuro. Y logra la complicidad
del capital financiero internacional para inculcar en las clases
populares y en los excluidos la idea de que la austeridad no es una
política con la que se puedan enfrentar, sino un destino al que se
deben acomodar. El gobierno de Macri en Argentina es un caso ejemplar
al respecto.
La
guerra no está perdida, pero tampoco se ganará si solamente se
acumulan batallas perdidas, lo que sucederá si se insiste en los
errores del pasado.
Notas
[1] Casa-Grande
e Senzala (1933),
traducido al castellano como Los
maestros y los esclavos,
es una obra del antropólogo Gilberto Freyre que trata sobre la
formación de la moderna sociedad brasileña bajo el régimen del
monocultivo colonial de la caña de azúcar. La Casa Grande alude al
lugar donde vivían los señores explotadores de esclavos que
cultivaban el azúcar y la senzala se
refiere a las habitaciones de los esclavos negros [N. del T.].
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