Miércoles, 05/11/2008
Crédito: Página 12
El anunciado triunfo de Barack Obama de-sencadenó el rutinario aluvión de noticias y conjeturas periodísticas acerca de los grandes cambios que podrían producirse como resultado de la llegada de un nuevo ocupante a la Casa Blanca. Más allá de la significación que encierra el hecho de que un afrodescendiente llegue a la presidencia de Estados Unidos, lo cierto es que la importancia atribuida al resultado de la elección de ayer ha sido grandemente exagerada, y esto por dos razones. Primero porque se ignora –¿o se oculta?– que los cambios ya se produjeron y que, lejos de ser producto de las elecciones, fueron consecuencia del brutal estallido de la más grave crisis general del capitalismo de los últimos ochenta años. Esta caída del “otro muro” precipitó el fugaz funeral del neoliberalismo en el que Alan Greenspan confesó “que ya nada será como hasta ahora”. En otras palabras, independientemente de quien hubiera sido electo presidente, los cambios en una dirección de menos mercado y más regulación estatal o menos liberalismo y más intervencionismo gubernamental se habrían producido de todos modos. Pero es muy poco probable que esos cambios se traduzcan en una desmilitarización de la escena internacional; y esto por una segunda razón, que es la siguiente: el presidente de Estados Unidos es una figura mucho más débil de lo que aparenta. En realidad, sus poderes se encuentran cada vez más acotados por el incesante fortalecimiento de lo que Dwight Eisenhower llamara “el complejo militar-industrial”, cuya influencia económica, política e inclusive espiritual se extendía por doquier hasta alcanzar, según ese presidente, a las agencias del propio gobierno federal. El potencial para un crecimiento desastroso de ese poder fundado en la alianza entre un inmenso aparato militar y una no menos significativa industria armamentística era una amenaza para las libertades y la democracia en los Estados Unidos. En la época en que acuñó esa frase, enero de 1961, esos poderes “de facto” eran apenas incipientes: el presupuesto militar de Estados Unidos equivalía al de un puñado de otras naciones desarrolladas. En la actualidad creció desorbitadamente y equivale al gasto en armamentos de todo el resto del planeta. Ese complejo se ha entrelazado con otros sectores de la economía al grado tal que su gravitación de conjunto, unida al fenomenal costo de las campañas políticas, hace de los ocupantes de la Casa Blanca fáciles presas de sus intereses. Siguiendo los estudios pioneros de C. Wright Mills, el politólogo mexicano John Saxe-Fernández comprobó que quien realmente manda en Estados Unidos es un “triángulo del poder” compuesto por: (a) la Casa Blanca y, especialmente, los departamentos de Defensa, Energía, Tesoro, Estado, la NASA y el enjambre de aparatos de inteligencia, integrados en el gigantesco Departamento de Seguridad Nacional; (b) las grandes corporaciones, sobre todo las vinculadas a la producción para la defensa, la aeroespacial, el petróleo y el gas, incluyendo los grandes laboratorios, instituciones de investigación, las cámaras empresariales y algunos sindicatos; (c) los comités clave del Congreso, y especialmente por los de la Cámara de Representantes y del Senado en Energía y Recursos Naturales, fuerzas armadas y los diversos subcomités dedicados a los principales sectores de la vida económica. En Estados Unidos como en América latina sigue siendo válida esa distinción entre llegar al gobierno y tomar el poder. Obama llegó al gobierno, pero está a años luz de haber conquistado el poder (en el caso de que se lo hubiera propuesto). Es socio menor de una coalición en donde se aglutinan fuerzas abrumadoramente superiores a las suyas y para las cuales las guerras y el saqueo imperialista son las fuentes de sus fabulosas ganancias. Ningún presidente logró doblegar a esas fuerzas, y nada hace pensar que el resultado esta vez podría ser diferente.
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