Domingo, 28/09/2014
Crédito: Cubadebate
El segundo período del presidente Obama se acerca ya a su ocaso, y ha llegado la hora de preguntarse si su figura no quedará en la historia envuelta más bien en un halo trágico. El sentimiento de tragedia nace no solamente de ver truncada la vida de alguien que ya no pudo realizar sus mejores ambiciones; también es no pocas veces fruto de la frustración de quienes, desde la platea, albergaban la esperanza de ver al héroe alumbrado por los fulgores de la gloria y tienen que despedirse de él en silencio, o con aplausos desganados. La nostalgia de lo que pudo haber sido y no fue. Hacemos las cuentas, y esas cuentas que quisimos crecidas no nos salen.
En el mayordomo, una de esas películas cuyo destino es ser lacrimógenas, Forest Whitaker interpreta al sirviente negro que ha estado junto a varios presidentes de Estados Unidos a través de las décadas, poniendo la mesa en silencio y cepillando trajes. Una de las escenas más grotescas lo muestra auxiliando a Lyndon Johnson, a quien vemos a través de la puerta entreabierta del retrete mientras puja con los pantalones abajo, víctima de estreñimiento crónico. Y en otra, el mayordomo, ya anciano, ve con los ojos llenos de lágrimas por la televisión la ceremonia en que Obama, el primer presidente negro en la historia de Estados Unidos, es juramentado. Es su propia reivindicación.
He allí el gran contraste, de donde nace la fábula posible: el primer presidente negro de la nación más poderosa del mundo. Antes, en el reparto de papeles, a los negros les tocaba servir de mayordomos del poder, o llorar la muerte de sus benefactores, de Abraham Lincoln, el ícono de la liberación de los esclavos, a Franklin Delano Roosevelt, como en esa imagen clásica del fotógrafo Ed Clark, el soldado negro que toca bañado en lágrimas la tonada “Goin’ home” en su acordeón, al paso del féretro del presidente.
Ese es el asunto. El laureado director de documentales Michael Moore ha dicho hace poco que Obama “tan solo será recordado por ser el primer presidente negro de Estados Unidos”. Moore, quien me ha llegado a decepcionar porque cada vez veo más en él a un demagogo, a lo mejor está en lo cierto. Pero quizás más que debido a su propia culpa, el fracaso del presidente esté siendo determinado por los anticuerpos que el poderoso establecimiento conservador generó ante su llegada a la Casa Blanca, precisamente por ser negro.
Obama hizo una entrada triunfal bajo los reflectores y pareció que sería capaz de dar un vuelco a la historia, no solo porque muchos prejuicios quedaban atrás, y parecían imponerse por fin los fueros de una sociedad democrática e igualitaria, compuesta de manera tan diversa como la de Estados Unidos; sino también por su propuesta de tintes libertarios y liberadores, que iba desde las políticas de migración a la justicia social, y al cierre definitivo de la prisión de Guantánamo en busca de restituir el respeto a los derechos humanos.
Pronto la retórica brillante del presidente, y sus frases para recordar, fueron distanciándose sin remedio de la realidad, en medio de una feroz y enconada batalla doméstica donde la misión primordial del Partido Republicano, en manos de la facción fundamentalista del Tea Party, fue entorpecer todo lo que Obama hiciera y propusiera. Desde las tramoyas de esta conspiración concertada, llegó siempre un inconfundible aunque disimulado olor a racismo.
Quizás su buena voluntad lo llevó a entrar con pie falso en el escenario, porque, al principio de su primer mandato, cuando tuvo la oportunidad de tomar iniciativas por su cuenta y llevar adelante los puntos esenciales de su programa de cambios, insistió con terquedad en que no actuaría si no era por consenso, y con el apoyo republicano. Perdió tiempo, llegó al final del primer período, recibió el beneficio de la duda de parte de los electores, pero después de ser elegido de nuevo siguió empantanado.
Y empantanado quedó también en la escena internacional, la más compleja que el mundo ha vivido en la historia reciente, del tradicional conflicto de Estados Unidos con Irán al siempre renovado enfrentamiento entre Israel y Palestina, las primaveras árabes que terminaron otra vez en dictaduras, o en anarquía, como en Libia, la guerra de múltiples fuerzas en Siria, la trampa mortal que siempre ha sido Afganistán, el avance ruso hacia sus viejas fronteras imperiales en Ucrania, de por medio el cinismo sin miramientos de Putin, que no deja de poner nunca su cara impasible de jugador de póker.
Y ahora, el Califato Islámico repartido entre Irak y Siria, que se presenta como la peor de las pesadillas, llena de confusiones y atrocidades como todas las pesadillas que quitan el sueño. Esta guerra de los drones contra los yihadistas seguramente tuvo que haberla peleado cualquier presidente de Estados Unidos, y quizás por eso es que, al anunciar su cruzada contra el Califato Islámico, Obama ha tenido que vestirse con la túnica del presidente Bush padre, en busca de aliados para llevarla adelante. Pero no será una guerra capaz de hacer reverdecer sus laureles. Seguirá siendo una pesadilla que podría llegar a extenderse hasta el final de su mandato, y que legará a su sucesor.
Nada extraño que un presidente de Estados Unidos le legue a otro una guerra lejos de las fronteras, como todas las que ese país ha librado en los tiempos modernos; pero Obama andará ese camino final a tropiezos, con los focos de los reflectores apagados, siempre bajo el acecho intransigente y feroz de los fundamentalistas domésticos que nunca quisieron haberlo visto sentado en el Salón Oval de la Casa Blanca. Ahora en las fotos aparece como un hombre viejo, encanecido bajo el agobio de las frustraciones, tan lejos ya de la música de fiesta que acompañó su entrada a la gloria de aquel reino tan distante, mientras música y reino se desvanecen en el aire cargado de infortunios.
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