viernes, 12 de enero de 2018

El mapa de un mundo infernal


 | +
Setenta y seis países implicados en la Guerra contra el Terror de Washington. Imagen: http://watson.brown.edu
Abandonó el avión Fuerza Aérea Two y, de repente, “envuelto en secretismo”, voló en un avión de transporte C-17 camuflado a la base aérea de Bagram, la mayor guarnición estadounidense en Afganistán. Todas las noticias de su visita fueron retenidas hasta una hora antes de dejar el país.
Más de 16 años después de que una invasión de Estados Unidos “liberase” Afganistán, estuvo otra vez allí para dar algunas buenas noticias a un contingente de soldados que participaba en una ofensiva. Ante una bandera de EEUU de más de 12 metros de largo, el vicepresidente Mike Pence se dirigió a 500 militares estadounidenses elogiándolos por formar parte de “la mayor fuerza mundial para el bien”, se vanaglorió de los ataques aéreos de EEUU –“aumentados espectacularmente” hacía poco tiempo–, juró que su país “estaba aquí para quedarse” e insistió en que “la victoria está más cercana que nunca”. Sin embargo, tal como lo hizo notar un observador, la respuestas de la audiencia fue “apagada” (varios soldados permanecieron con los brazos cruzados o con las manos tomadas en la espalda; aunque escucharon, no aplaudieron”).
Pensemos en esto como apenas el último cuento de hadas (no precisamente uno de los hermanos Grimm) geopolítico al revés, una historia para nuestra época que podría estar comenzando: Hace mucho tiempo –en octubre de 2001, exactamente–, Washington lanzó su guerra contra el terror. Entonces, solo un país estaba en la mira, el mismo en el que más de 10 años antes, Estados Unidos había librado una larga guerra por delegación contra la Unión Soviética, durante la cual había financiado, equipado y respaldado a un importante conjunto de grupos fundamentalistas islámicos, entre ellos el de un adinerado joven saudí llamado Osama bin Laden.
En 2001, tras esa guerra –que ayudó a que la Unión Soviética empezara a transitar el camino hacia su derrumbe–, Afganistán estaba en buena parte (aunque no completamente) gobernado por el Taliban. Osama bin Laden también estaba allí encabezando un relativamente modesto grupo de seguidores. A principios de 2002, bin Laden huyó a Pakistán; atrás quedaban los cadáveres de muchos de sus compañeros y su organización –al Qaeda– casi desmantelada. Los supervivientes del derrotado Taliban pidieron que se les permitiera deponer las armas y regresar a sus aldeas; un malogrado proceso descrito vívidamente por Anand Gopal en su libro No Good Men Among the Living (Ningún hombre bueno entre los vivos).
Daba la impresión de que –aparte de los vítores y, por supuesto, los planes para nuevas proezas– todo había acabado. Los funcionarios más importantes de la administración del presidente George W. Bush y el vivepresidente Dick Cheney eran unos soñadores geopolíticos de primer orden que no podían haber tenido ideas más expansivas acerca de cómo ampliar ese éxito a –como señaló el secretario de Defensa Donald Runsfeld apenas cinco días después de los ataques del 11-S– grupos terroristas e insurgentes en más de 60 países. Fue un argumento que el presidente Bush volvió a recalcar nueve meses más tarde en un triunfalista discurso de graduación en West Point. En ese momento, la lucha que ellos se habían apresurado –sin modestia alguna– a llamar Guerra Global contra el Terror todavía era un asunto de un solo país. Sin embargo, ya estaban trabajando intensamente en los preparativos para extenderla del modo más sustancial y devastador que podrían haber imaginado nunca con la invasión y ocupación del Iraq de Saddam Hussein y la dominación del centro petrolero del planeta que con toda seguridad le seguiría (en un comentario que captó el momento con toda exactitud, Newsweek citó a un funcionario británico “cercano al equipo de Bush” que decía, “Cualquiera quiere ir a Bagdad; los hombres de verdad quieren ir a Teherán”.
Con tantos años que han pasado quizá no sorprenda –como probablemente no sorprendió a los cientos de miles de manifestantes que se volcaron a las calles de las ciudades estadounidenses a principios de 2003 para oponerse a la invasión de Iraq– que esta era una de esas historias a las que les cabe el dicho “ten cuidado con lo que deseas”.

Ver las guerras

Se trata de un relato que todavía no ha acabado. Ni por asomo . Pera empezar, en la era Trump, la guerra más prolongada de la historia de Estados Unidos –la de Afganistán– no hace más que prolongarse. Están esos números de soldados estadounidenses en aumento; esos ataques aéreos que son cada vez más; el Taliban controlando importantes partes del país; los grupos terroristas con franquicia Daesh que se despliegan con creciente éxito en la región oriental; y, según el último informe del Pentágono, más de 20 grupos terroristas o insurgentes en Afganistán y Pakistán”.
Pensemos en esto: 20 grupos. En otras palabras, después de tantos años, la guerra contra el terror debería ser vista como un ejercicio permanente en el uso de la tabla de multiplicar –y no solo en Afganistán–. Después de más de una década y media que un presidente de EEUU hablara de más de 60 países como potenciales blancos, gracias al inestimable trabajo de un acreditado grupo, el Proyecto Costo de la Guerra (CWP, por sus siglas en inglés) del instituto Watson para los Asuntos Internacionales y Públicos de la universidad Brown, al fin tenemos una presentación gráfica de la verdadera dimensión de la guerra contra el terror. El hecho de que tuviésemos que esperar tanto tiempo nos dice algo de la naturaleza de esta época de guerra permanente.
El Proyecto Costo de la Guerra no solo ha elaborado un mapa de la guerra contra el terror en 2015-2017 (dado a conocer por TomDispatch en esta nota), sino el primer mapa de su tipo en la historia. Brinda una excepcional imagen de las guerras contra el terror llevadas adelante por Washington en todo el planeta: su amplitud, el despliegue de fuerzas de EEUU, las cada vez más numerosas misiones de adiestramiento de fuerzas de otros países, las bases estadounidenses que las hacen posible, los ataque aéreos –tanto con drones como con aviones convencionales– que forman parte de ellas y las unidades de combate de EEUU que ayudan en esa lucha (por supuesto, los grupos terroristas se han transformado y expandido notablemente como parte inherente del mismo proceso).
Una mirada al mapa nos dice que la guerra contra el terror, un conjunto cada vez más complejo de conflictos interrelacionados, es hoy un fenómeno eminentemente global. Se extiende desde Filipinas (con su propia organización con franquicia Daesh que realizó una devastadora campaña de casi cinco meses en Marawi, una ciudad de 300.000 habitantes), atraviesa el sur de Asia, Oriente Medio, el norte de África y penetra profundamente en África occidental, donde hace poco tiempo murieron cuatro Boinas Verdes en una emboscada en Niger.
No menos sorprendente es la cantidad de países afectados por la guerra contra el terror de Washington. Alguna vez, por supuesto, era solo uno (o dos, si el lector quiere incluir a Estados Unidos). En estos momentos, el Proyecto Costo de la Guerra reconoce no menos de 76 países (el 39 por ciento de los existentes en el mundo) implicados en ese enfrentamiento de ámbito mundial. Eso comprende lugares como Afganistán, Siria, Iraq, Yemen, Somalia y Libia, donde los ataques aéreos con drones o aviones pilotados son la norma y la infantería de EEUU (frecuentemente unidades de las Fuerzas de Operaciones Especiales) ha entrado en combate directa o indirectamente. También comprende a países en los que hay asesores militares estadounidenses adiestrando a fuerzas armadas locales o incluso a grupos de irregulares en tácticas antiterroristas u otros en los que existen bases militares determinantes en este creciente conjunto de conflictos. Como el mapa lo deja en claro, es frecuente que estas categorías se superpongan.
¿Quién podría sorprenderse que esa “guerra” haya estado devorando los dólares del contribuyente estadounidense a una velocidad que debería dejar pasmada la imaginación de un país cuya infraestructura está cayéndose a pedazos? Otro estudio del Proyecto Costo de la Guerra publicado en noviembre pasado estimó el costo de la guerra contra el terror (incluyendo algunos gastos futuros) ya había alcanzado la astronómica suma de 5,6 billones de dólares. Sin embargo, recientemente, sin ir más lejos, el presidente Trump –que en estos momentos se encuentra intensificando esos conflictos– tuiteó un guarismo aun más sorprendente: “Después haber gastado tontamente siete billones en Oriente Medio, ¡ya es tiempo de empezar a reconstruir nuestro país!” (en cierto modo, también esta cifra parece cuadrar con la estimación del Proyecto Costo de la Guerra, que decía que “el futuro pago de intereses de los préstamos para gastos de guerra probablemente agregará más de 7,9 billones de dólares a la deuda nacional” en la mitad del siglo).
No podría haber sido un comentario más insólito de un político estadounidense, cuando en estos años las declaraciones tanto acerca del costo económico como humano de la guerra habían sido dejadas mayormente a pequeños grupos de estudiosos o de activistas. De hecho, en este país, sobre la cuestión de la guerra contra el terror (extendida del modo que muestra el mapa) prácticamente no existe un debate serio respecto de su costo y sus resultados. Si el documento dado a conocer por el Proyecto Costo de la Guerra es de hecho, un mapa infernal, creo que también es el primer mapa importante de esta guerra jamás publicado
Pensemos un momento en eso. Durante los últimos 16 años, nosotros, los estadounidenses, que financiamos este enmarañado conjunto de conflictos bélicos con billones de dólares, carecíamos de un mapa de las guerras que Washington ha estado librando. Ni siquiera uno. Aun así, algunos fragmentos de ese conjunto de conflictos en continua transformación y expansión han estado regularmente en los medios de prensa, aunque raras veces en la primera plana (salvo cuando había algún ataque terrorista perpetrado por un “lobo solitario”, en Estados Unidos o en la Europa occidental). Sin embargo, en todos estos años, no ha habido un solo estadounidense que pudiese ver una imagen de este extraño y prolongadísimo conflicto bélico cuyo final no está a la vista.
Esto en parte puede explicarse por la naturaleza de esa “guerra”. En ella no hay frentes ni ejércitos avanzando hacia Berlín ni flotas machacando con su artillería la patria de los japoneses. Tampoco ha habido, como en Corea en los primeros años cincuenta, un paralelo que debía cruzarse o tras el cual se pudiera buscar refugio. En esta guerra no ha habido retiradas vosobles ni tampoco –salvo la entrada triunfal en Bagdad, en 2003–avances notables.
Incluso ha sido difícil situar geográficamente los distintos bandos en pugna y, cuando eso ha sido posible –como lo hizo el New York Times en agosto pasado, que dibujó un mapa de las regiones afganas controladas por el Taliban– la imagen era farragosa y su impacto limitado. Por lo general, sin embargo, en estos años, nosotros –el pueblo– nos hemos desmovilizado completamente, incluso cuando solo se trataba de hacer el seguimiento del interminable conjunto de guerras y conflictos armados que componen lo que llamamos la guerra contra el terror.

Elaborar el mapa de 2018 y más allá

Permitidme que repita este mantra: Una vez, hace casi 17 años, era un país; ahora son 76, y la cuenta sigue creciendo. Mientras tanto, hay grandes ciudades convertidas en escombros, decenas de millones de seres humanos han tenido que abandonar su casa, millones de refugiados han cruzado fronteras, se han desestabilizado cada vez más territorios, algunos grupos terroristas se han convertido en marcas en importantes partes del planeta y nuestro mundo estadounidense continúa militarizado.
Esta situación debería ser considerada como una modalidad completamente nueva de guerra mundial eterna. Entonces, miremos una vez más ese mapa. Y hagámoslo en el modo ‘pantalla completa’. Es importante tratar de imaginar visualmente lo que ha estado ocurriendo, ya que estamos ante un nuevo tipo de desastre, una militarización mundial como nunca la habíamos visto. En la guerra de Washington no importan los “éxitos”, desde aquella invasión de Afganistán en 2001 y la toma de Bagdad en 2003 hasta la reciente destrucción del “califato” del Daesh en Siria e Iraq (o, al menos, la mayor parte de él; en este momento, los aviones de EEUU siguen bombardeando y lanzando misiles en zonas de Siria): los conflictos no hacen más que transformarse y dar vueltas.
Estamos en una era en la que las fuerzas armadas de Estados Unidos son el elemento principal –con demasiada frecuencia, el único– de lo que acostumbraba llamarse la “política exterior” de este país y en la que el departamento de Estado está viendo drásticamente reducido su tamaño. Solo en 2017, las fuerzas de Operaciones Especiales estadounidenses se han desplegado en 149 países, y EEUU tiene tantas tropas en tantas bases en cualquier lugar de la Tierra que al Pentágono le resulta imposible informar sobre el paradero de 44.000 de sus militares. De hecho, es posible que no haya manera de trazar un verdadero mapa de todo esto, pese a que el del Proyecto Costo de la Guerra es un triunfo informativo.
Mirando hacia el futuro, roguemos una cosa: que la gente de ese proyecto tenga mucho aguante ya que es sabido que en los tiempos de Trump (y posiblemente durante bastantes años más), los costos de la guerra no harán más que aumentar. La primera asignación presupuestaria de la administración Trump, aprobada unánimemente por los dos partidos principales en el Congreso y refrendada por el presidente es pasmosa: 700.000 millones de dólares. Mientras tanto, los principales jefes militares y el presidente, intensificando los enfrentamientos armados en países como Niger y Yemen, como Somalia y Afganistán, dan la impresión de estar en la búsqueda permanente de más guerras.
Por ejemplo, señalando a Rusia, China, Irán y Corea del Norte, el comandante del cuerpo de infantería de marina, general Robert Neller les ha dicha hace poco tiempo a las tropas desplegadas en Noruega que se espera una “fuerte lucha” en el futuro, y agregó: “Ojalá esté equivocado, pero veo guerra en el horizonte”. En diciembre, el asesor en seguridad nacional, teniente general H.R. McMaster sugirió también que la posibilidad de una guerra (es de imaginar que sea nuclear) con la Corea de Kim Jung-un estaba “aumentando cada día que pasa”. Mientras tanto, en una administración en la que abundan los iranófobos, el presidente Trump parece estar preparándose para romper el acuerdo nuclear con Irán, posiblemente en este mismo mes.
Dicho de otro modo, en 2018 y más allá, es posible que sean necesarios unos creativos mapas de varios tipos solo para empezar a ocuparnos de las guerras de Estados Unidos. Pensemos por ejemplo en una información reciente del New York Times de que unos 2.000 empleados del departamento de Seguridad Interior ya han sido “enviados a más de 70 países del mundo” cobre todo para prevenir ataques terroristas. Así están las cosas en el siglo XXI.
Demos la bienvenida entonces a 2018, otro año de guerra eterna, y ya que estamos en tema, una pequeña advertencia a nuestros líderes: dados los últimos 16 años, sed cuidadosos con vuestros deseos.
(Traducción de Rebelión/ Original en inglés en Tom Dispatch)

No hay comentarios:

Publicar un comentario