Última actualización: 24 ene 2019 20:24 GMT
La lucha de liberales y conservadores en México durante el siglo XIX dejó como parte de su herencia que las facciones políticas domésticas tuvieran que ceder importantes aspectos económicos y políticos nacionales cada vez que buscaban el reconocimiento de otros países y así tener una legitimidad al interior. Las potencias económicas tomaron ventaja de esta situación una y otra vez, reconociendo al grupo político que les ofrecía más prebendas, lo que le costó a México perder mucha de su soberanía. Teniendo esto en mente y en pleno proceso posrevolucionario, Genaro Estrada, Secretario de Relaciones Exteriores durante la presidencia de Pascual Ortiz Rubio (1930-1932), redactó en 1930 lo que sería la base de la política exterior mexicana que tanto lustre tuvo a nivel internacional durante todo el siglo XX.
La Doctrina Estrada se manifestaba en contra de que los países decidieran si un gobierno extranjero es legítimo o ilegítimo, especialmente si proviene de alguna insurrección o de coyunturas sociales y políticas internas, situaciones comunes de aquella época. Contradecía a la Doctrina Tobar (del canciller ecuatoriano Carlos Tobar) que enunciaba que cada país debía reconocer al gobierno de otro para que este fuera considerado legítimo, situación que se prestaba al chantaje, principalmente de las grandes potencias. Además, como base de la Doctrina Estrada se encontraba el principio de no intervención y el derecho de autodeterminación de los pueblos, en aras de preservar las soberanías nacionales.
Las nociones de no intervención y el derecho a la autodeterminación de los pueblos quedaron consagrados en la Constitución mexicana en su Artículo 89. Además de esto, la política exterior fue motivo de orgullo gracias a episodios como la recepción de exiliados españoles durante la Guerra Civil, el apoyo a Cuba contra el bloqueo económico de los Estados Unidos o el papel de mediador que desempeñó en los conflictos internos en Centroamérica. Por décadas, la diplomacia mexicana fue reconocida por tirios y troyanos. Desafortunadamente, eso se perdió en el gobierno de Vicente Fox, donde se implementó una política más proactiva pero que buscó congratularse permanentemente con Estados Unidos en detrimento de las relaciones con Latinoamérica. Todos recordamos la falta de diplomacia que hubo durante la Cumbre de las Américas celebrada en Monterrey en 2002, donde Fox, a pesar de su carácter de anfitrión, le recitó a Fidel Castro su famosa petición de "comes y te vas". Una verdadera vergüenza.
Desde ese momento la política exterior mexicana perdió la brújula por años. Los gobiernos de derecha de Vicente Fox y Felipe Calderón no tuvieron oficio diplomático en muchos temas, especialmente en lo concerniente con Cuba y Venezuela. El servilismo con que se comportaban con los Estados Unidos influía de manera proporcional en la forma en que lidiaban con los liderazgos de Fidel Castro y Hugo Chávez. La animadversión ideológica, válida para un simpatizante partidista, no supo acomodarse en las obligaciones diplomáticas que debe tener un jefe de Estado. Aunque el gobierno de Peña Nieto trató de alejarse de estas prácticas, naufragó por completo al final de su mandato cuando la cancillería quedó en las manos de Luis Videgaray, neófito en cuestiones de política exterior como el mismo reconoció. El sometimiento público al todavía candidato Donald Trump y la agresividad con la que se trató al gobierno de Maduro para congraciarse con los Estados Unidos, marcó la etapa final de la política exterior de Peña Nieto.
López Obradordesde la campaña declaró que había de manejarse en política exterior bajo la Doctrina Estrada y los principios de no intervención y autodeterminación de los pueblos, tal y como se encuentra consagrado en la Constitución. Este 23 de enero la diplomacia mexicana tuvo una prueba de fuego con los acontecimientos que se dieron en Venezuela. Juan Guaidó, diputado de Voluntad Popular (al que pertenece también Leopoldo López) y presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela, organizó una serie de movilizaciones sociales y terminó autoproclamándose presidente interino de Venezuela por considerar al segundo mandato de Maduro como una usurpación. Una maniobra de naturaleza ilegal –a los ojos de quien escribe estas líneas– por múltiples razones que explica bien Pascualina Curcio.
El propósito de este artículo no es dirimir a quien le asiste la legalidad y la legitimidad, si al oficialismo o a la oposición; si a Maduro o a Guaidó. Tampoco esa es la finalidad de la política exterior mexicana, según el marco constitucional y por las razones que manifestó claramente Genaro Estrada en 1930. México no puede decidir si un gobierno extranjero es legítimo o ilegítimo, especialmente en una coyuntura política. Nuestra Constitución no nos faculta a ello y ese respeto a la soberanía y a la política interior de otros países es lo que le ganó a México un lugar de respeto en el ámbito internacional durante el siglo XX. Y hoy se vuelve a aplicar.
Algunos analistas políticos o internacionalistas mexicanos se manifiestan en contra de esta posición del gobierno de López Obrador. Llaman a reconocer a Guaidó y a desconocer a Maduro. Llaman a que México se ponga en el mismo lado de la historia que los neofascistas gobiernos de Donald Trump o Jair Bolsonaro. ¿La razón esgrimida? Expresan que es por respetar la voluntad popular y los derechos humanos de los venezolanos. Pero como dicen los abogados, suponiendo sin conceder, que a Guaidó le asiste la razón y que el desconocimiento de un gobierno electo y en funciones (como es el de Maduro) es lo éticamente correcto por hacer, entonces ¿cuántos gobiernos más habría que desconocer? Podríamos empezar por Arabia Saudita, que no es ni una democracia ni respeta los derechos humanos, como lo muestra el asesinato del periodista Jamal Khashoggi. Esa misma Arabia Saudita cuyo príncipe acude a cumbres internacionales y es recibido con abrazos y sonrisas por los líderes del mundo libre.
¿Por qué no desconocer al gobierno de Israel que es señalado por la ONU por violar el derecho internacional y por decenas de países de violentar los derechos humanos de los palestinos? ¿Por qué no hacerlo con China que viola derechos humanos y laborales de decenas de millones de sus ciudadanos? ¿Por qué no con Francia que vive olas de protestas violentas desde hace un par de meses por parte de los "chalecos amarillos" y que señalan como culpable de la crisis al presidente Macron? ¿Por qué no romper con Rusia a la que los opositores acusan de no ser una democracia sino un régimen autoritario de corte zarista? ¿Por qué no incluir en la lista a Brasil, que practicó un golpe de Estado contra la presidenta en funciones Dilma Rousseff y encarceló a Lula da Silva para dejarle el camino libre y que un neofascista pudiera triunfar? ¿Y por qué no, ya entrados en gastos, desconocer a los Estados Unidos y al gobierno de Trump, otro presidente de rasgos fascistas y xenófobos que dirige al país que más veces ha violentado los derechos humanos a nivel internacional en la última centuria con las decenas de guerras e intervenciones a lo largo y ancho del planeta? Y la lista podría seguir si aplicáramos a rajatabla y sin doble rasero el argumento de ciertos analistas.
Debe quedar claro que no es labor de México reconocer o no la legitimidad de gobiernos electos o de opositores sublevados. Lo que pasa en Venezuela se trata claramente de un asunto de política interior y que toca solamente a los venezolanos decidir ya que está en juego su soberanía. Nadie más debería de inmiscuirse, a menos que la situación se tornara abiertamente violenta por parte de cualquiera de las partes involucradas. En el mejor de los casos, México podría fungir (junto a otros actores internacionales) como un mediador en el conflicto, tal como lo hizo en los procesos de paz centroamericanos en los ochentas. Eso solo si le es solicitado o tiene el visto bueno de ambas partes. No hay que ser candil de la calle y oscuridad de la casa como en el pasado.
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