Publicado: 30 may 2019 17:43 GMT
Un tsunami de estupefacción, tristeza e indignación recorre a la izquierda española estos días tras las elecciones autonómicas, municipales y europeas celebradas este pasado domingo. ¿A qué izquierda? A aquella que se sitúa más allá del PSOE. Unos dirán que la única, considerando al partido de Pedro Sánchez de centro socio-liberal, otros que se trata de la izquierda transformadora, como ese eufemismo que se emplea cuando se sabe que lo de revolucionaria queda grande, los adversarios que se trata de la izquierda radical, intentando asimilarla a algo parecido al caos y la destrucción. Lo cierto es que, la llamemos como la llamemos, quizá aquí encontremos la primera explicación del porqué de sus desdichas: hay que saber quién se es antes de presentarse a alguien.
¿Qué es lo que ha provocado este terremoto de legitimidad? Unos malos resultados en las tres citas electorales. Pero también, y paralelamente, un estado de emocionalidad ciclotímica en sus cuadros, votantes y simpatizantes que hace que lo que en las generales fue una satisfacción contenida, hoy sea un desastre sin paliativos. De fondo una idea insistente: una cosa es la realidad de unos resultados negativos, otra que desde las altas esferas se magnifiquen determinados estados, más que de opinión, sentimentales, que pretenden acabar con Unidas Podemos y evitar a toda costa que entre en el gobierno nacional. Una cosa son las peticiones de responsabilidades a los dirigentes, otra colaborar gustosos en su ejecución pública.
¿Cómo de malos han sido estos resultados? Unidas Podemos –la confluencia nacional entre Podemos e IU– ha bajado en las elecciones europeas 700.000 votos y cinco diputados respecto a los anteriores comicios de 2014. En las elecciones autonómicas, parciales, ya que Andalucía, Cataluña, País Vasco y Valencia ya las habían celebrado, Podemos e Izquierda Unida han visto descender dramáticamente su representación en todas las comunidades en las que se presentaban. Sirvan algunos datos como que en Aragón de 15 diputados se pasa a 6, en Asturias de 14 descienden a media docena, desaparecen en comunidades como Cantabria o Castilla La Mancha y en Castilla León de 11 diputados se quedan tan sólo con uno. Dos apuntes de importancia: en España el poder autonómico es de gran importancia fáctica y presupuestaria. La suma de ambos partidos es algo forzada, ya que en muchos de estos territorios las candidaturas han ido por separado.
En las corporaciones municipales la cosa no ha ido mucho mejor. Izquierda Unida ha ganado por mayoría absoluta en Zamora, con un alcalde, Guarido, que siendo justos fue excluido de la fiesta de los ayuntamientos del cambio en 2015 por tener posturas políticas contrarias a la dirección federal en aspectos como la convergencia con Podemos. En Cádiz, Kichi ha conseguido también volver a ganar en su municipio, perteneciendo a la corriente Anticapitalista que rompió con la dirección de Podemos a nivel nacional. En Valencia, Ribó ha logrado mantener su plaza, pero sólo con Compromís, desapareciendo Podemos del consistorio. Tres alegrías, tres versos libres.
La izquierda gallega, representada en Las Mareas, ha perdido los ayuntamientos de A Coruña, Santiago y Ferrol en favor del PSOE. En Zaragoza, donde la confluencia anterior se presentó dividida, se han perdido cuatro concejales, lo que a pesar de la subida del PSOE dará probablemente el consistorio a la derecha. Por último, en Barcelona, Ada Colau ha repetido resultado empatando a escaños con Maragall de los independentistas de ERC. En ambas ciudades, y quizá en alguna más, Ciudadanos, el partido probeta del IBEX que empezó por definirse como socialdemócrata y acabó por pactar con la ultraderecha en Andalucía, tendrá que definir quién es definitivamente. Manuel Valls, en Barcelona, ya ha ofrecido su apoyo desinteresado a Colau, con el objetivo de parar al independentismo, lo que esconde la desactivación de una de las principales caras de la nueva política.
En 2015, en las anteriores elecciones municipales, Podemos no quiso que su marca se viera manchada de cara a las siguientes generales. Así los ayuntamientos del cambio se vieron conquistados por marcas blancas con los más diversos nombres, lo que a su vez produjo un importante cisma dentro de IU que se debatía entre entrar en ellas o presentarse por separado. Lo cierto es que en 2019 este ha sido una de las consecuencias tanto del mal resultado como de la crisis de Unidas Podemos. En primer lugar porque los electores de izquierda en muchos lugares, para votar más o menos a las mismas opciones ideológicas, han tenido que elegir tres papeletas con nombres y logos diferentes, en algunos casos una ensaladilla de siglas. En segundo lugar porque estas marcas han servido como reino de taifas donde cada uno ha intentado huir, e incluso enfrentarse, a la dirección y marca nacional, percibida como negativa. Justo lo que ha sucedido en Madrid.
Madrid, los últimos días de la izquierda
Sin embargo, a pesar de todos estos datos negativos, el detonante emocional que ha despertado tanto el desconsuelo de los simpatizantes como las dagas afiladas del sistema mediático han sido los resultados en la capital y su autonomía. Entre otras cosas por la aparición de una nueva fuerza política, Más Madrid, encabezada por Íñigo Errejón, antigua mano derecha de Pablo Iglesias.
Es injusto para el resto de los territorios, expresa un centralismo político más percibido por la ciudadanía y fomentado por los medios que real en el reparto del poder autonómico, pero es así. Si en Madrid se hubiera mantenido el ayuntamiento y se hubiera ganado la comunidad, el ambiente social no sería el mismo, de hecho sería uno muy parecido al de las pasadas generales, poniendo antes la satisfacción de haber frenado a la ultraderecha de Vox y haber salvado los muebles que en el resto de malos resultados. La política es representación y como todas necesita de finales con los que el público trace sus estados de opinión.
Primero los datos. En el ámbito autonómico Más Madrid ha conseguido 20 diputados, mientras que Podemos más IU sólo han sumado siete, cifra exacta a los 27 asientos conseguidos por Podemos en solitario en 2015. Aunque el PSOE se mantiene y el PP baja, la suma de Ciudadanos y Vox hace que la derecha tenga el control virtual de la asamblea.
En el ayuntamiento ha ocurrido algo similar. Más Madrid cae un concejal respecto a Ahora Madrid. Tras haber Carmena decidido unirse al proyecto de Errejón, los socios de la antigua Ahora Madrid con la que la alcaldesa conquistó el poder en 2015, decidieron en el caso de Podemos no presentarse, y en el caso de IU formar alianza con Anticapitalistas y Bancada que al final no obtuvo representación. El PSOE también empeora los resultados en un concejal, con lo que las fuerzas progresistas pierden dos asientos mientras que las de la derecha, pese a la caída del PP, ganan cuatro.
¿Cuáles son las consecuencias de este resultado? En primer lugar que el PP, un partido que ha vuelto a perder fuerza en toda España, en Madrid cayendo seis concejales en el ayuntamiento y 18 en la comunidad, pudiera presentarse la noche electoral como el ganador e incluso hablar de remontada respecto a las generales. Ver a Pablo Casado, que obtuvo un desastroso resultado hace un mes, riendo junto a Almeida y Ayuso, dos secundarios de habilidades políticas muy limitadas, es tan paradójico como hiriente y efectivo: da igual lo que suceda si consigues transmitir lo que tú necesitas que parezca que ha sucedido.
En segundo lugar porque Ciudadanos tendrá la clave en ambas instituciones madrileñas para pactar con Más Madrid y el PSOE y así quedarse ellos el ayuntamiento y entregar la comunidad a Gabilondo, el candidato socialista. ¿La excusa? Impedir que la ultraderecha toque poder, aunque eso signifique colocar de alcaldesa a la naranja Villacís que poco o nada se distingue de Vox. Sin embargo, la operación es aún más ambiciosa. Si el IBEX consigue meter en vereda a Albert Rivera y se aprueban los pactos en Madrid y Barcelona, habrá conseguido neutralizar los gritos de los militantes socialistas contra el pacto de Pedro Sánchez con los naranjas y, de paso, evitar que Unidas Podemos tenga alguna influencia o responsabilidad sobre el aún no formado Gobierno central. Jugada maestra en el que los ultraderechistas, que son un peligro real para la convivencia, también han jugado el papel de coco que vale para acabar justificando que la izquierda se coloque la soga al cuello por alcanzar un bien mayor.
Nunca, atendiendo a la brutal caída del PP, se estuvo tan cerca en estos últimos 25 años de poder arrebatar el gobierno a los populares, que arrastran una de las gestiones más corruptas que se recuerdan en una comunidad autónoma. Como vemos no sólo no se ha conseguido ganar sino que se ha dado una botella de oxígeno a Casado y una oportunidad de oro a Rivera. La pregunta se ha hecho patente en el debate público, ¿quién tiene la culpa de este despropósito?
Prácticamente la totalidad de medios de comunicación se han lanzado a cobrarse la cabeza de Pablo Iglesias al que acusan de haber lastrado a Podemos e incluso de haberse presentado contra Carmena al apoyar, tácitamente, al concejal Sánchez Mato. Es más, que Errejón haya barrido a Podemos en las elecciones autonómicas ha servido, dentro del espacio progresista, para reavivar de nuevo todo lo que el errejonismo nunca pudo ganar en ningún proceso interno del partido morado: su oposición a la confluencia con IU, la acusación del secuestro ideológico de Iglesias por antiguos miembros de las Juventudes Comunistas y la táctica del populismo como óptima frente a lo que presentan como una izquierda antigua, no transversal, fracasada históricamente y con delirios de pureza.
Del otro lado unas pocas voces, entre las que me sumo, han intentado dar una réplica a una narrativa que no sólo se ha lanzado desde las filas errejonistas, sino que ha sido difundida con entusiasmo por La Sexta, El País e incluso tribunas conservadoras ansiosas de doblarle el brazo a Unidas Podemos.
Algunos pensamos que en estas elecciones, tanto la candidatura de Unidas Podemos a la comunidad como Madrid en pie, la plataforma encabezada por Mato, han partido con una desventaja considerable. La explicación planteada por el entorno de Más Madrid es muy similar, de hecho, a la que cualquier liberal haría de la competencia: elevándola a juez supremo pero obviando que no siempre se parte desde la misma posición de salida. Que tus candidatos, tanto Errejón como Carmena, dejen en la estacada meses antes de unos comicios a sus partidos, llegando a acuerdos y trazando sus tácticas a espaldas de sus direcciones, es una maniobra tan efectiva como éticamente reprobable. Sobre todo cuando estas dos personas resultan relevantes en la política española no por ellos mismos, sino por haber sido lanzados al estrellato gracias al esfuerzo conjunto de una organización a la que, literalmente, traicionaron.
En el caso de Carmena el asunto es aún peor. Como explicó el concejal Sánchez Mato, quien redujo la deuda municipal aumentando el gasto social, que Carmena se plegara ante el techo de gasto de Montoro y de la Troika no significó que pusiera su cabeza en una bandeja de plata, sino que el último año y medio de labor municipal se hizo con unos presupuestos capados e incapaces de llevar adelante el programa con el que se ganó Madrid. Un programa, por cierto, del que la alcaldesa se desvinculó, entrando en operaciones especulativas de gran calado muy beneficiosas para los constructores y la banca. En ese sentido, si Carmena intentó aprobar la operación Chamartín en la última semana de su gobierno en funciones, el candidato popular ya se ha comprometido a llevar adelante la misma operación en el primer pleno municipal, una más que notable y vergonzosa coincidencia entre la derecha y aquellos que se denominaron "el cambio".
El problema de la estratagema de Más Madrid no es tanto que destrozara las posibilidades electorales del resto de la izquierda al dejarles vendidos meses antes de una cita electoral, sino que al hacerlo puso al alcance de la mano una victoria de la derecha que si todo hubiera seguido los cauces previstos no se hubiera producido. Las razones no son, como así se nos ha contado, la gestión autoritaria de Iglesias en Madrid, sino el deseo de extender el concepto de Más Madrid a toda España. Lo que Errejón no pudo ganar en ningún Vistalegre lo va a intentar, desde fuera, hundiendo a su antiguo partido y ocupando su espacio. No serán pocos los dispuestos a unirse a su causa, ya saben aquello del barco y las ratas.
No cabe duda de que el errejonismo sabe conectar con el electorado actual, aunque eso signifique pasar de los significantes vacíos a las ideas vacías, o dicho de otro modo, aunque eso signifique plegarse en los debates sobre la financiación de la sanidad pública frente a los regalos de Amancio Ortega con el segundo, o aunque eso signifique situar a la misma altura a la ultraderecha o al independentismo. De Carmena mejor ni hablar. El resultado final es que quien pretendía transformar el país ha acabado, para saciar su necesidad inmediata de tocar poder, por cimentar todas las ideas fijadas por el poder económico en los prejuicios de los ciudadanos. O cómo la táctica no está al servicio de una ideología, sino que se acaba constituyendo en una ideología, más liberal que progresista, en sí misma.
Lo que Errejón y su proyecto significan es la italianización de la política española, dejando al panorama político al mando de un centro liberal que bascule entre el PSOE y Ciudadanos, la multiplicidad de una derecha cada vez más ultra y un espacio pseudo-progresista asimilable al Movimento 5 Stelle que lamine definitivamente a la izquierda española.
Algunas claves para entender hacia dónde vamos
Si el desastre de Madrid ha tenido una importancia enorme en el estado de opinión emocional de la izquierda, fomentado desde la mayoría de tribunas públicas de peso, sería erróneo quedarnos tan sólo en una lectura que podría acabar de ser tan superficial como autosatisfactoria. Elegir a un agente externo que desbarata los planes es propio de la mentalidad policíaca y, aunque tanto el experimento errejonista y las cloacas han dado unos resultados muy concretos, la propia izquierda tiene varios problemas de enorme gravedad que debe resolver no ya para obtener mejores resultados, sino para asegurar su supervivencia.
En lo inmediato, y aquí este artículo toma ya un fuerte cariz opinativo, creo que las peticiones de dimisión son desacertadas y tienen más que ver con asimilar un partido político a un equipo de fútbol. Ojalá todo fuera tan sencillo como que Iglesias y Garzón hicieran las maletas y se fueran a su casa. Aunque esto sucediera, un simple cambio de caras no solucionaría nada. Además, y esto suele ser una norma que funciona, aunque la dimisión de Iglesias y Garzón fuera justa nunca se puede producir con todo el aparato mediático reclamando su cabeza. Lo que se pretendería renovación tan sólo acabaría siendo una victoria de sus adversarios.
En segundo lugar hay que atender a lo concreto y no hacer más sangre de la debida: la coincidencia de tres procesos electorales a un mes de unas elecciones generales ha desmovilizado a un electorado progresista que sufrió una gran tensión por el miedo a la ultraderecha lo que precipitó su voto a la opción que interpretaron como refugio, el PSOE. Esta última cita electoral ha sido como unas elecciones en diferido, donde las tendencias, como en cualquier segunda vuelta, siempre se concentran en torno a quien ha sido percibido como el ganador, en este caso Pedro Sánchez.
En tercer lugar, y aquí ya entramos en profundidades organizativas, nadie que se presente con tres marcas diferentes en una misma jornada electoral puede obtener un buen resultado. En un ayuntamiento, en una comunidad o para el Parlamento Europeo, los electores han podido tomar la misma papeleta en el caso del PSOE, PP, Ciudadanos y Vox. En el caso de la izquierda se han visto atrapados en múltiples opciones, incluso contradictorias, que han llegado a confundir hasta al más versado en la actualidad política. La sensación, además cierta, es de división interna, falta de criterio común y enfrentamientos por los sillones más que por alguna insalvable distancia ideológica.
En cuarto lugar vivimos un final de ciclo político donde aquello que se inició con el 15M ha acabado por no dar sus frutos ni a corto ni a medio plazo. Todos los prejuicios anti-organizativos, adanistas y pre-políticos de la indignación siguieron vivos en la nueva política. Es decir, se centraron demasiados esfuerzos en lo procedimental, como las primarias, pero muy pocos en trazar estructuras estables que sirvieran de referencia en la acción más cercana. Se prescindió de un gran caudal político al laminar a todo aquel que no encajara en el estereotipo del dirigente millenial, dejando en el ostracismo algo tan importante como la experiencia. Por último lo ideológico, en el más puro estilo neoliberal, se tachó de indeseable: aún resuenan en los oídos de muchos aquella boutade de "no somos de derechas ni de izquierdas". Albert Rivera lo sigue agradeciendo a día de hoy.
Además, conceptos como transversalidad han valido como coartada para confundir llegar a mucha gente con llegar de cualquier manera, torciendo el objetivo transformador de la política de izquierdas hacia imbecilidades como el "voto bonito" o el "gobernar para todos". La cuestión no es agradar al votante medio, la cuestión es transformar al abstencionista en un cuadro político, si lo que se pretende es llegar más allá de instaurar el voto telemático para elegir entre varias opciones de reforma de una plaza. Conceptos como disciplina, unidad de acción o centralismo democrático, que se han demostrado históricamente útiles, han pasado a ser sustituidos o bien por una candidez para con el disidente egoísta, o bien con una serie de medidas coercitivas empleadas a discreción que han expulsado a demasiada gente válida.
La supervivencia de la izquierda
En primer lugar la izquierda debe comprender que no se pueden sembrar lechugas y esperar recoger tomates. Cuando acuñé el concepto de clase media aspiracional, el objetivo era poder nombrar con agilidad a un fenómeno típico de las sociedades europeas de los últimos diez años, que se ha dado con especial incidencia en España. Esto es, aquella clase trabajadora que por el acceso a ciertos productos de consumo, tanto materiales como intelectuales, cree pertenecer a un segmento social diferente al que realmente pertenece. O cómo personas que tienen trabajos a un paso de la precariedad son capaces de sentirse privilegiadas por elegir estilos de vida pretendidamente sofisticados en su escaso tiempo libre.
El objetivo de nombrar a la clase media aspiracional no es la crítica moral, esa cantinela ceniza contra el consumo e incluso contra lo lúdico y lo hedonista, ni mucho menos contra la aspiración lícita de todo ser humano de vivir mejor que las generaciones precedentes, sino identificar la gran estafa cultural que oculta la precariedad laboral, la carestía de la vivienda y el recorte de servicios públicos bajo coartadas coloristas.
Esta clase media aspiracional no se crea en el PAU, en aquellos barrios de construcción reciente que escinden las comunidades, sino que el PAU es la expresión perfecta del tipo de capitalismo que ha engendrado a este segmento sociocultural, es decir, un sistema económico neoliberal que ha roto el ascensor social y las certezas para sustituirlas por ensoñaciones tan efímeras como intangibles.
El hecho que no podemos pasar por alto es que la izquierda, incluyendo a los votantes del PSOE en la ecuación, ha retrocedido entre diez y quince puntos desde comienzos de siglo XXI en muchas zonas obreras donde el dominio del color rojo era indudable. Lo paradigmático es que el voto de esa segunda juventud que se extiende hasta más allá de los cuarenta años, así como la alta participación, ya no tienen que significar obligatoriamente un buen resultado para la izquierda. Si se quiere quebrar esta tendencia hacia lo menguante se deben poner todos los esfuerzos en subvertir este estado de las cosas que hasta ahora se contempla con estupefacción, incapacidad o incluso simpatía adaptativa.
Ha de asumirse el papel esencial de las organizaciones políticas, y sindicales, en la creación de dotar a las contradicciones que se dan en sociedad de un cauce ideológico, es decir, el de servir como articuladores de algo que supere la tendencia al individualismo. Y para esto no son suficientes las acciones comunicativas más o menos efectivas, sino la implantación por todo el territorio de sistemas organizativos estables que vinculen la acción política con lo cotidiano. Una guerra asimétrica ineludible que vaya mucho más allá de una política-internet que se ha demostrado ineficaz para competir con los medios de comunicación tradicionales. En twitter se habla de lo que habla la tele.
Y es justo, a la hora de reclamar más estabilidad organizativa, donde Podemos e Izquierda Unida deben tener claro hacia dónde quieren ir y cómo quieren hacerlo. La confluencia se ha limitado a la acción coordinada en el Parlamento, pero no ha pasado de ahí. Nadie ha comprendido cómo, un mes después de que Iglesias y Garzón aparecieran codo con codo en los mítines, sus partidos se presentaran separados e incluso enfrentados en comunidades y ayuntamientos. Ir más allá de la confluencia, ir a la unidad popular, significa dar un paso adelante, valiente y definitivo, que reconozca que presentar por separado a Podemos e IU es sinónimo de fracaso, pero que hacerlo juntos, en estas condiciones, tampoco es señal de avance. Que seguramente haga falta un espacio superador que vuelva a incluir a muchos de los que la reciente historia ha ido dejando por el camino.
La unidad, el consenso y el cambio son tres palabras que, a día de hoy, pueden significarlo todo y no significar nada. Frente a los populistas y neoliberales que se sienten cómodos en esta situación de promiscuidad semiótica, algunos propugnamos por volver a la dignidad de lo unívoco: las palabras, como la ideología, tienen un significado muy claro que es la tabla de salvación para los que no pueden jugar en el casino global. La clase trabajadora está a punto de perder las cuatro cosas que ganó a lo largo del siglo XX y, pese a su aplastante mayoría e importancia en esta sociedad, pasar a ser un espectro que no se recuerda ni a sí mismo. Los trabajadores no se pueden permitir renunciar a su identidad, a sus partidos, ni a sus sindicatos. Lo contrario sería renunciar a ser ellos mismos.
Quedan cuatro años por delante para las siguientes elecciones. El plazo para llevar adelante estas tareas no está definido, pero no es ni mucho menos infinito si no queremos llegar a los últimos días de la izquierda.
Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de RT.
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