Martes, 30/06/2015
Es evidente, desde hace tiempo, que la creación del euro fue un terrible error. Europa nunca tuvo las condiciones previas para una moneda única de éxito, por encima de todo, el tipo de unión fiscal y bancaria que, por ejemplo, asegura que cuando la burbuja inmobiliaria estalla en Florida, Washington protege automáticamente a la tercera edad de cualquier amenaza sobre su atención sanitaria o sobre sus depósitos bancarios.
Abandonar una unión monetaria es, sin embargo, una decisión mucho más difícil y más aterradora que nunca; hasta ahora las economías con más problemas del Continente han dado un paso atrás cuando se encontraban al borde del abismo. Una y otra vez, los Gobiernos se han sometido a las exigencias de dura austeridad de los acreedores, mientras que el Banco Central Europeo ha logrado contener el pánico en los mercados.
Pero la situación en Grecia ha alcanzado lo que parece ser un punto de no retorno. Los bancos están cerrados temporalmente y el Gobierno ha impuesto controles de capital (límites al movimiento de fondos al extranjero). Parece altamente probable que el Ejecutivo pronto tendrá que empezar a pagar las pensiones y los salarios en papel, lo que, en la práctica, crearía una moneda paralela. Y la semana que viene el país va a celebrar un referéndum sobre la conveniencia de aceptar las exigencias de la troika —las instituciones que representan los intereses de los acreedores— de redoblar, aún más, la austeridad.
Grecia debe votar “no”, y su Gobierno debe estar listo para, si es necesario, abandonar el euro.
Para entender por qué digo esto, debemos primero ser conscientes de que la mayoría de cosas —no todas, pero sí la mayoría— que hemos oído sobre el despilfarro y la irresponsabilidad griega son falsas. Sí, el gobierno griego estaba gastando más allá de sus posibilidades a finales de la década de los 2000. Pero, desde entonces ha recortado repetidamente el gasto público y ha aumentado la recaudación fiscal. El empleo público ha caído más de un 25 por ciento, y las pensiones (que eran, ciertamente, demasiado generosas) se han reducido drásticamente. Todas las medidas han sido, en suma, más que suficientes para eliminar el déficit original y convertirlo en un amplio superávit.
¿Por qué no ha ocurrido esto? Porque la economía griega se ha desplomado, en gran parte, como consecuencia directa de estas importantes medidas de austeridad, que han hundido la recaudación.
Y este colapso, a su vez, tuvo mucho que ver con el euro, que atrapó a la economía griega en una camisa de fuerza. Por lo general, los casos de éxito de las políticas austeridad —aquellos en los que los países logran frenar su déficit fiscal sin caer en la depresión—, llevan aparejadas importantes devaluaciones monetarias que hacen que sus exportaciones sean más competitivas. Esto es lo que ocurrió, por ejemplo, en Canadá en la década de los noventa, y más recientemente en Islandia. Pero Grecia, sin divisa propia, no tenía esa opción.
¿Quiero decir con esto que sería conveniente el Grexit —la salida de Grecia del euro—? No necesariamente. El problema del Grexit ha sido siempre el riesgo de caos financiero, de un sistema bancario bloqueado por las retiradas presas del pánico y de un sector privado obstaculizado tanto por los problemas bancarios como por la incertidumbre sobre el estatus legal de las deudas. Es por eso que los sucesivos gobiernos griegos se han adherido a las exigencias de austeridad, y por lo que incluso Syriza, la coalición de izquierda en el poder, estaba dispuesta a aceptar una austeridad que ya había sido impuesta. Lo único que pedía era evitar una dosis mayor de austeridad.
Pero la troika ha rechazado esta opción. Es fácil perderse en los detalles, pero ahora el punto clave es que los acreedores han ofrecido a Grecia un “tómalo o déjalo”, una oferta indistinguible de las políticas de los últimos cinco años.
Esta oferta estaba y está destinada a ser rechazada por el primer ministro griego, Alexis Tsipras: no puede aceptarla porque supondría la destrucción de su razón política de ser. Por tanto, su objetivo debe ser llevarle a abandonar su cargo, algo que probablemente sucederá si los votantes griegos temen tanto la confrontación con la troika como para votar sí la semana que viene.
Pero no deben hacerlo por tres razones. En primer lugar, ahora sabemos que la austeridad cada vez más dura es un callejón sin salida: tras cinco años, Grecia está en peor situación que nunca. En segundo lugar, prácticamente todo el caos temido sobre Grexit ya ha sucedido. Con los bancos cerrados y los controles de capital impuestos, no hay mucho más daño que hacer.
Por último, la adhesión al ultimátum de la troika conllevaría el abandono definitivo de cualquier pretensión de independencia de Grecia. No nos dejemos engañar por aquellos que afirman que los funcionarios de la troika son sólo técnicos que explican a los griegos ignorantes lo que debe hacerse. Estos supuestos tecnócratas son, en realidad, fantaseadores que han hecho caso omiso de todos los principios de la macroeconomía, y que se han equivocado en cada paso dado. No es una cuestión de análisis; es una cuestión de poder: el poder de los acreedores para tirar del enchufe de la economía griega, que persistirá mientras salida del euro se considere impensable. Así que es hora de poner fin a este inimaginable. De lo contrario Grecia se enfrentará a la austeridad infinita y a una depresión de la que no hay pistas sobre su final.
PAUL KRUGMAN. Economista estadounidense, es profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton, profesor centenario en Escuela de Economía y Ciencia Política. Fecha de nacimiento: 28 de febrero de 1953 (edad 62), Albany, Nueva York, Estados Unidos. Premios: Premio en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel, Medalla John Bates Clark.
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